Fue al sentir el agua fría
entre los dedos de los pies cuando María se dio cuenta de dónde estaba.
Recordaba la fiesta en casa de su amiga
Eugenia, los mojitos que su primo Antonio le había preparado tan divinos y tan
cargados de ron. Recordaba incluso que había llegado hasta allí vestida, claro.
Que había estado toda la tarde probándose vestidos y camisetas, minifaldas,
pantalones ajustados a juego con tops de tirantes y lentejuelas. Que se había
cambiado de sujetador y de bragas tantas veces que había agotado toda la
lencería del cajón del armario.
Recordaba haberse mirado al espejo para ver qué conjunto le colocaba
mejor el pecho, cuál dejaba ver mejor sus recientes tetas operadas, turgentes y
voluminosas. Qué braguitas no se marcaban en su estupendo trasero, e incluso
recordaba haber estado probándose ropa sin ellas, y haberse visto mucho mejor.
María se gustaba mucho más desde su paso por el quirófano. No había tenido
nunca problemas para disfrutar de su cuerpo y con su cuerpo. Sola o acompañada.
Pero necesitaba esos arreglitos para dar un paso más en todas y cada una de sus
relaciones. Era como subir de nivel o cambiar de etapa.
La casa de Eugenia estaba en un
paraje incomparable. A orillas del mar, en una urbanización privada de la costa,
donde cada chalet contaba con acceso propio a la playa, una playa amplia y con
una arena fina y dorada. Tenía unos salones inmensos con grandes cristaleras
que dejaban ver el mar en toda su amplitud. Ya había estado allí en muchas
otras ocasiones. Casi todas, en fiestas veraniegas, repletas de gente guapa y
de diversión. Podían disfrutar del mar o de la piscina climatizada, que en
invierno hacía las delicias de todos los amigos. Cuántas veces no se habrían
bañado todos en aquella piscina de agua salada y caliente, tan agradable cuando
no llevas puesto bikini, y nadas abriendo y cerrando las piernas y dejando que
los suaves flujos de agua rocen los labios de tu sexo y acaricien tus pezones.
Sólo recordarlo y ya notaba cómo se humedecía.
Pero ahora lo que necesitaba
recordar era por qué se encontraba en la orilla, desnuda aunque tímidamente
tapado el vientre con un pareo, y con un chico moreno, que dormido y boca
abajo, le mostraba sus apretadas nalgas también desnudas, circunscritas en un
cuerpo escultórico.
Todavía no había amanecido,
pero ya se atisbaba que el día estaba cerca porque la noche no era tan cerrada.
Se levantó para evitar que las olas se le echaran encima y vio que su compañero
de aventuras no despertaba. Al moverle, entendió que la borrachera le impedía
espabilar, y tirando de él como pudo, le arrastró hacia la zona donde la arena
estaba más seca y le dio la vuelta. De repente, llevándose las manos a la boca,
gritó. Aquel adonis moreno y completamente depilado de arriba abajo era su primo
Antonio. No entendía nada. ¿Qué hacían los dos allí desnudos? ¿Habría pasado
algo entre ellos? No podía ser. No debía ser. Esas cosas entre primos pasan
cuando eres muy joven. Cuando las ganas de follar con cualquiera y de descubrir
cómo sabe un pene te llevan a liarte con la familia. Pero no a esta edad. Ahora
no querría que hubiese sucedido nada. Sin embargo, no lo recordaba.
Dobló el pequeño pareo que
encontró encima de su cuerpo y se sentó sobre él. La noche era templada y sin
aire. Se estaba bien pese a la humedad. No sentía frío. Se acomodó junto a
Antonio y rodeando con los brazos sus largas piernas, que le oprimían un poco
sus nuevas y enormes tetas, se dispuso a hacer memoria.
Cuando llegó a la fiesta ya
estaban casi todos los invitados allí. Había saludado a las hermanas Méndez,
como siempre espléndidas y guapísimas, y también al marido de Eugenia, Javier,
con el que no le hubiera importado nunca haber tenido algo más que esa amistad
que las circunstancias le obligaban a tener. Antonio le había servido el primer
mojito, con su habitual simpatía, y recordó que al responder al cumplido de su
primo, ya se había fijado en que lo encontraba más macizo de lo habitual. Algo
diferente en él había llamado su atención y en lo que otras veces no se había
fijado: su boca. No acertaba a recordar por qué esa noche, pero sabía que había
clavado su mirada en sus labios rosados y carnosos que bebieron de su copa al
momento de entregársela, para hacerla reparar en lo fresca que estaba su
bebida. Al verlos mojados no pudo evitar imaginarse que lo que destilaban eran
sus propios fluidos después de lamerla, y de repente se sintió avergonzada.
María apretaba los ojos esforzándose por recordar, y al abrirlos, los clavó en
su primo allí junto a ella. Y no pudo evitar acariciarle. Recorrió con su mano
derecha todo su torso desnudo. El pecho ancho, con los pezones puntiagudos por
la brisa; el abdomen repleto de músculos duros, uno detrás de otro; y su
vientre. Bajó su mano hasta su pubis y se animó a coger su pene con toda la mano.
Jamás habría pensado que pudiera alguna vez tenerlo así, y que le estuviera
produciendo tanto placer. Seguramente, le habría dado mucho más placer unas
horas atrás, si de verdad había llegado a tenerlo dentro, si la había montado y
la había penetrado con ese miembro enorme y erecto. Era inconcebible. No pudo
haber pasado. O ¿quizás sí? Antonio seguía desmayado. Y ella se estaba dejando
llevar. La palma de su mano empezó a subir y bajar frotando el vientre desnudo
de su primo, y su miembro empezaba a ponerse duro. María se obligaba a
recordar. Tenía que recordar. Se vió bailando con unos y con otros en el
saloncito pequeño. Descubrió que había bebido mucho más que unos mojitos. Que
le habían presentado a los chicos nuevos de la urbanización. Pero esos eran
gays. No le habían prestado la menor atención ni a ella ni a sus nuevas tetas,
totalmente protagonistas en su camisa blanca de encajes. Sin sujetador, ni top
debajo. Sintiendo la excitación del roce de la tela en ellas. Se había dejado
besuquear y manosear por los amigos de siempre, alguno de los cuales conocían
sobradamente las delicias de su cama, y a los que ella procuraba siempre tener
expectantes y ansiosos por volver a gozarla.
Apenas había empezado a tocar a
Antonio y ya tenía las dos manos en su cuerpo. Había acercado la cara hasta su
pecho y estaba tan caliente, tan ávida de sentirle por entero que sin pensarlo
dos veces se estaba recostando junto a él. Pero seguía volviendo sobre sus
pasos mentalmente. Con los remordimientos de haber cruzado una línea prohibida.
Repitió cada uno de los movimientos que había hecho después de saludar y bailar
con todos. Elena se le había acercado también. Sólo una vez lo había hecho con
ella, por probar a una mujer. No le había dado la satisfacción que esperaba y no
había querido repetir nunca más. Pero Elena la buscaba. En cada una de las
ocasiones en la que coincidían, Elena la asaltaba directamente, en cuanto
apreciaba que habría bebido lo suficiente como para dejarse meter mano. La
había acorralado en una esquina del cuarto de baño, cuando Elena entraba y ella
salía. Sin dejarla traspasar la puerta, la había cogido por la cintura y
arrinconándola, había comenzado a besarla, y a repetirle cuánto la quería, cómo
la deseaba, cómo pasaba las noches pensando en ella mientras se acostaba con
otras mujeres que no la satisfacían como ella. Abrumadora, incómodo y para nada
gratificante para María. Seguro que no había pasado mucho tiempo con Elena. Y
entonces, ¿qué había hecho después? ¿Cómo se encontraba en aquella absurda
circunstancia?
Tantas eran las caricias y la
avidez sexual que iba proyectando en su primo Antonio, que éste, casi sin abrir
los ojos, comenzó a balbucear algo imperceptible, y su pene adquirió un tamaño
y un vigor tal que a María le fue imposible resistir. Se subió a su cintura y
con un suave y lúbrico movimiento empezó a follarse a su primo, maldiciendo el
error y la borrachera que la había llevado a tal desatino. Cada vez con mayor
voluptuosidad, velocidad y completamente enajenada por el goce y la culpa,
María fue notando como aquel miembro duro y mojado la penetraba hasta lo más
profundo de su ser y la extasiaba por completo hasta que sintiendo los latidos
de su corazón en su entrepierna, no pudo por menos que lanzar un grito febril y
vehemente y dejar que el orgasmo la encumbrara a la cúspide del placer.
Antonio dejó escapar un suspiro
de satisfacción después de una larga serie de jadeos incontrolados, pero no
despertó del todo. Cuando María le dejó salir de ella se giró y se volvió a
dormir.
En ese mismo momento, María vio
con horror que Javier, el marido buenorro de su amiga Eugenia, se acercaba a
ellos, en bañador y llevando en las manos una especie de manta de colores.
Sin tener dónde
meterse ni como taparse, agarró el pequeño pañuelo para cubrirse un poco con
fingida vergüenza.
-¿Pero qué haces María? Después
de las cosas que me has dejado hacerte, ¿ahora
te avergüenzas? Sólo he encontrado esto para tapar al impresentable de tu
primo. ¡Menudo gilipollas! Venir a vomitar aquí, con esa cogorza y desnudo,
justo cuando estábamos en el tercer polvo. ¡Con el puntito tan bueno que
teníamos y lo bien que me la estabas chupando! ¡Seguro que hasta te has dormido
mientras he ido por la manta!
María no supo si echarse a reír
o llorar, pero supo que con su primo ya no tendría necesidad de volver a
imaginarse nada.
No me extraña que sea de los relatos más leídos.
ResponderEliminarEs sencillamente genial.
Saludos!
Carla Mila