En todos los viajes que
Mauricio hacía en tren tenía el mismo problema: se quedaba dormido aunque no
quisiera nada más salir de Madrid, incluso aunque hubiera descansado a pierna
suelta el día anterior. Y no le gustaba nada que le pasase porque roncaba
demasiado fuerte y sabía que importunaba al resto de viajeros de su vagón. Y en
un señor de su estatus y con su clase le parecía un fallo imperdonable. Con esa intención intentaba entretenerse al
máximo durante todos los minutos que tenía que permanecer a bordo. Leía y hacía
crucigramas o se levantaba a menudo a la cafetería y al aseo, pero todas esas actividades
nunca cubrían el trayecto completo. Por eso decidió retomar su hobby de juventud:
dibujar. Eso sí que le mantenía despierto y le apasionaba.
¡Hacía tantos años
que había abandonado aquello! Pensándolo despacito no sabía muy bien por qué lo
había dejado, ya que le relajaba y entretenía a partes iguales. Así que cargado
en este nuevo viaje con su cuaderno de dibujo y sus lápices se dispuso a
retomar su afición plasmando su entorno. Comenzó por los accesos a la estación,
los pasillos largos, los trenes esperando en los andenes. Bocetos rápidos para
ir cogiendo soltura, para recuperar la destreza que según todos le
caracterizaba. Ya en el interior, después de pasar una hora larga observando a
los pasajeros que le rodeaban se animó a garabatear la anatomía de una chica
que, en el asiento al otro lado del pasillo, se enfrascaba en teclear en su
móvil. Consiguió sin dificultad esbozar la silueta y definir los rasgos de su
cara. Y aunque no puso mayor interés en detallar su vestido, ni delinear sus
manos juguetonas o rematar sus estilizadas piernas, quedó satisfecho con el
resultado. Así que decidió caminar un poco hasta la cafetería para celebrarlo
con una buena cerveza. Por supuesto sin soltarse de su libreta y su lápiz. Ya
sobre la estrecha barra pegada a los grandes ventanales del vagón y, mientras
saboreaba su refrescante bebida, volvió a la carga dibujando a la camarera que,
visiblemente desocupada, miraba al infinito abstraída por pensamientos del todo
ajenos a sus clientes. Esta vez se sintió asombrado de la velocidad a la que
sus dedos corrían por la hoja en blanco reproduciendo el rostro de la chica con
exquisita precisión. Estaba claro que no había perdido sus habilidades. Decidió
no extenderse en su cuerpo y sombreó vagamente los volúmenes, con cierta prisa
por volver a tomar asiento. Una cosa era no dormirse y otra diferente pasar
mucho tiempo de pie.
De vuelta a su butaca resolvió
algunos crucigramas, leyó un periódico de los que se dispensaban en clase
preferente y con la alegría de un niño pequeño se abalanzó sobre sus materiales
con ansias. Aprovechó la parada del convoy para el cambio de vías y se enfrascó
a toda página en la recreación de un paisaje de secos pastos y lejanos cortijos
a los que quiso dedicar minuciosidad e incluso cariño. Sin embargo de repente
su buscada concentración se vio alterada por los gemidos de la chica que poco
antes había dibujado, y que ahora se quejaba de fuertes dolores en las manos.
No sabía por qué le estaba sucediendo pero no era capaz de sostener su teléfono
y decía sentir arder todos y cada uno de sus dedos incluyendo los de los pies,
que también le estaban empezando a doler. Enseguida acudió a ella el personal
de a bordo que intentó calmarla y que ante su insistencia, aprovechó la parada
del tren para ayudarla a bajar y dejar que la atendiera la ambulancia que, por
alguna razón que Mauricio desconocía, ya se encontraba allí. Pasado el tiempo
pertinente para iniciar el viaje, la chica no volvió a embarcar y el tren
continuó su camino y con él la rutina en el trayecto de todos los pasajeros.
Los dos caballeros que viajaban
sentados en sentido inverso a la marcha fueron el siguiente objetivo para sus
ganas de dibujar. Dos hombres de avanzada edad, que apenas se movían, lo cual
le permitía recrearse en las miles de
arrugas de sus manos ancianas. En esta ocasión hizo un apunte rápido de sus
caras y puso todo su empeño en destacar aquellos dedos huesudos y ajados de
años de con seguridad duro trabajo. Se le estaba dando muy bien el largo viaje,
y cada vez tenía más claro que había sido un gran acierto la idea de recuperar
aquel entretenimiento. Sin descanso, continuó dibujando al revisor que charlaba
entretenido con una señora que debía ser asidua de aquel trayecto. Y mientras
lo hacía pudo escuchar cómo éste le explicaba la dolencia que repentinamente
había aquejado a la camarera pocos minutos atrás y cómo eso les había obligado
a pedir asistencia médica. Otro misterioso caso de dolores inespecíficos por
todo el cuerpo menos en la cara, decía, muy similar al de la pasajera de su
vagón. Mauricio no quiso darle importancia y aunque no pudo evitar que el
corazón le diera un vuelco en el pecho, siguió con su dibujo detallando, esta
vez sí, toda la anatomía del señor incluidos los borlones de sus mocasines
pasados de moda. Apenas había terminado su obra cuando volvió a escuchar el
revuelo a su alrededor: los señores de la primera fila gritaban asustados y se
quejaban de pinchazos repartidos por todo el cuerpo menos en las manos. Ambos
parecían haber entrado en una especie de doloroso trance en el cual les costaba
incluso hablar. El revisor nervioso y azorado no era capaz de calmarlos y con
el tren en movimiento sólo pudo soltar una alarma por su intercomunicador para
que el conductor decidiera si parar. Aquellos señores tendrían que ser
atendidos urgentemente, tal y como había sucedido con las otras dos personas.
¡Cuatro personas habían enfermado
casi simultáneamente! Mauricio cerró los ojos apretándolos con fuerza, como
taponando la salida de unos pensamientos que no quería que nadie pudiera
siquiera intuir. ¡Cuatro personas! Precisamente las cuatro personas que él
había retratado ¡Pero no! El había dibujado a cinco: también al revisor. ¿Cómo
era posible? Habría sido una mera casualidad, una de esas macabras bromas que
el destino suele hacer cuando uno menos se lo espera. Intentaba recordar si en
su juventud habían rondado a sus dibujos casualidades de ese tipo. Si las hubo,
desde luego que nunca había sido consciente de ellas. Claro que, verdaderamente,
había realizado pocos retratos, ya que se había dedicado casi en exclusiva al
paisaje y a las naturalezas muertas. Pensó en las pocas personas que había inmortalizado
y recordó a su querida abuela María, a la que había retratado sólo de cintura
para arriba, cosiendo, sentada en su sillón favorito. Y en cómo enfermó
enseguida de las piernas…. Pero aquello era algo normal en una persona mayor. ¡Era
normal que hubiese enfermado con su edad! Y pensó después en el dibujo que
utilizó para conquistar a su primera novia, Lucía, hacía ya más de cincuenta
años. La había invitado a posar para él como excusa para tenerla a su lado y
poderle proponer así una cita. Había delineado su rostro juvenil con ternura.
Detallado hasta el límite sus grandes ojos verdes, su perfilada nariz, la boca
sonrosada. Había dibujado su cuello, sus incipientes pechos y la cintura
todavía sin definir. Y lo había terminado como solía por entonces, sombreando
el resto del cuerpo para enmarcar a su diosa. Era cierto, que poco tiempo
después, Lucía sufrió un aparatoso accidente de bicicleta que la dejó con una
muleta de por vida y sin varios dedos de su adorable mano izquierda. Pero,
¿quién en su infancia no se ha caído de la bicicleta alguna vez?
¡No podía ser y sin embargo
estaba tan claro! ¡Ahí estaba la relación! ¡Sus dibujos inacabados! El destino había decidido que no siguiera
pintando. Que fuera abandonando poco a poco aquella afición tan dañina. Que no
siguiera lastimando los cuerpos objeto de su pasión artística. ¡Y ahora lo
estaba volviendo a hacer! Todos sus dibujos sin rematar, protestaban, se
reflejaban enseguida en sus modelos y les hacían padecer en aquellas zonas en
las que él no había querido entretener su lápiz. Igual si los acababa conseguiría aliviar a aquellos
otros pasajeros que habían sufrido su incapacidad para terminar un simple
dibujo. En medio de la consternación general por el malestar de los dos
ancianos y la confusión de la gente en los otros vagones que no entendía por
qué paraba el tren de nuevo, Mauricio sacó su libreta y buscó las hojas ya
garabateadas. La primera, la del revisor, dibujada al completo, al máximo
detalle de la cabeza a los pies. Por eso aún seguía allí sin daño alguno. La
siguiente, con las arrugadas manos de los señores era ya un dibujo a terminar
lo antes posible. Empezó a dibujar los brazos y el tronco a cada uno de ellos.
Y fue repasando las líneas de la cara e incluso sacando sombras y volúmenes con
gruesas tramas de grafito. Pero ya no tenía a su disposición los modelos
originales. Se movían demasiado entre los espasmos y la tripulación que
intentaba levantarlos para acercarlos a la puerta de un tren ya estacionado en
un apeadero que no le correspondía en su ruta. Así que dibujaba rápidamente
manejando la imagen en su recuerdo. No podía saber si aquello daría resultado.
Si podría de verdad ayudar a paliar el daño ya hecho pero al menos lo
intentaría. Terminó a toda velocidad el dibujo aunque al no tener previsto
hacer dos cuerpos completos, se vio obligado a modificar un poco las posturas
para adaptarlas a la medida de la hoja. Ya sacaban al segundo de los hombres
del tren cuando Mauricio creyó entender que gritaba que se encontraba mejor. Al
menos vocalizaba con más claridad que al principio de sus ataques y quiso
pensar que había conseguido algo.
No sabía nada de las dos
primeras víctimas de su barbarie, pero prefirió terminar sus retratos acudiendo
de nuevo a su memoria fotográfica. Primero tuvo que dibujar el cuerpo al
completo de la camarera encima de las sombras con las que había manchado toda
la hoja alrededor de su cara. Le fue perfilando las líneas del uniforme hasta
el último botón. El reloj que llevaba en su muñeca izquierda, la alianza de oro
y brillantes que recordaba llevaba e incluso los zapatos que no había alcanzado
a ver porque el mostrador los ocultaba. Cabía la posibilidad de que si el
retrato no era lo suficientemente fiel, no sirviera para nada, pero debía
intentarlo. Aunque nunca llegara a enterarse de cual había sido la suerte de la
chica. Con el tren de nuevo en marcha y el murmullo de los otros pasajeros
angustiados por lo que aún pudiera sobrevenirles en lo que les restaba de
viaje, Mauricio se dispuso a completar el último dibujo que le quedaba y el
primero que había hecho: el de su compañera de pasillo. Observó sobre el papel,
su juventud, su rostro perfectamente proporcionado y mientras lamentaba lo que
le había hecho, fue repasando con su lápiz el resto de un cuerpo que, por su culpa,
ahora yacería en la cama de la habitación de algún hospital que no entendería
el origen de su enfermedad. Cuando tuvo a la chica terminada, remató la hoja
dibujando la butaca y el teléfono que llevaba entre las manos. Al instante la
megafonía del tren anunció el final del trayecto y en su móvil sonaron de
repente los tonos de cinco mensajes desde un número oculto. Los cuatro primeros
con las fotos de cada uno de los afectados por sus dibujos incompletos y un
último mensaje con un aviso en mayúsculas: NUNCA VUELVAS A DIBUJAR PERSONAS.
FIN
Wow es genial. Un gran trabajo. He estado pegada a la pantalla de principio a fin. Me gusta como escribes, te seguiré leyendo. ¡Sigue así!
ResponderEliminarEncantada de que que te haya gustado tanto! Gracias por tu comentario!
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