Todo lo que sucedió esa primavera fue una apasionada historia de amor como esas que puede contarte una amiga que sabes tiene mucha imaginación, y a la que conoces tan bien que tienes la certeza de que posiblemente nada de lo que te esté confesando lo haya vivido realmente, sino que con seguridad lo habrá soñado. O ni siquiera eso, sino que quizás, lo habrá imaginado, a lo mejor involuntariamente, ya metida en la cama, en ese duermevela en el que parece que si piensas persistentemente en algo, puedes conseguir pasar la noche soñando con ello.
Porque yo no podía creerme que aquella aventura estuviera pasándome a mí.
Lo fantástico de todo aquello es que fue muy intenso, sucedió con un chico con un físico espectacular y tuvo lugar en muy poco tiempo; en los escasos tres meses que dura la estación que precede al verano.
Yo había encontrado un trabajo maravilloso para mí y que me llenaba por completo, tanto en mis obligadas horas laborales como en las que yo voluntariamente invertía en aprender aún más. Con la suerte de mi lado, había conseguido integrarme perfectamente en el equipo de compañeros en el que había aterrizado. Un simpático y variopinto grupo, con el que salía de copas tan a menudo como mis necesarias horas de sueño me lo permitían.
Trabajábamos con otras empresas que nos suministraban diversos productos, y una vez a la semana eran obligadas las reuniones con ellas. Una de estas reuniones de trabajo propició nuestro primer encuentro.
Aún tengo grabada en la retina la imagen del momento en el que entró en nuestra sala de juntas con una cazadora de piel negra y quitándose el casco de la moto. Casi dos metros de altura, el pelo negro, abundante y rizado, y los ojos muy verdes. Muy guapo y con un ancho de hombros que hacían de él el guardaespaldas que cualquier artista hubiera querido llevar cerca, muy cerca. Desde el principio no pude apartar la vista de su sonrisa ni de su espalda.
¡Ya vi venir que aquello no podría quedarse sólo en una relación laboral!
Al finalizar la reunión y como tenían por costumbre mis compañeros, ya que con ella terminaban la jornada, nos fuimos todos a picar algo y a cenar. Por supuesto todos los allí reunidos, incluso los de las otras empresas, exceptuando a los jefes.
En el momento de sentarnos a la mesa, ya había procurado yo sentarme cerca suyo. En concreto conseguí estar en la silla de al lado, casualmente. Empezamos compartiendo vino y risas junto al resto de los compañeros del trabajo. Nos contamos muy por encima cosas sobre nuestras respectivas tareas, nuestros jefes y nuestras rutinas. Y poco a poco conseguí que una tertulia de lo más natural entre varios se encauzase hacia una conversación más íntima entre los dos.
-Yo es que de lunes a viernes prefiero quedarme en un apartamento que me he alquilado aquí y así no tengo que estar todos los días en la carretera. Luego los fines de semana cojo la moto y me vuelvo a casa con mi mujer.
-¡Ah! -¿Su mujer, había dicho? ¡Vaya pena!, pensé- ¿Es que no eres de aquí?
- ¡No, que va! Soy de un pueblo que está a poco más de cien kilómetros, pero no es plan de estar yendo y viniendo a diario. Sobre todo con estos horarios que tenemos que no sabe uno a qué hora va a terminar.
-Claro, claro, es mucho más sensato y mejor para ti no exponerse a los peligros de la carretera tan a menudo.
Y sería todavía mejor para mí que se quedase rondando el mayor tiempo posible. Yo necesitaba conocerle más profundamente, e intuía que no íbamos a tardar mucho en hacerlo.
Se movía por la ciudad en una Harley espectacular, grande y muy cómoda, como comprobaría yo misma poco después.
La semana siguiente, el día de la reunión nos saludamos ya con mucha más cordialidad.
-Hola, ¿qué tal? ¿Cómo te ha ido la semana? -me dijo acercándose a mi mesa de la oficina.
-¡Hola, muy bien todo, gracias! ¿Qué tal te ha ido a ti ?
-Bueno, tengo unos problemillas que resolver con tu jefe, pero en general bien. ¿Te vas a quedar a cenar luego?
-Por supuesto. Lo pasé muy bien la semana pasada.
-Pues después charlamos entonces. ¿Entras ya a la reunión? ¡Que vamos a ser los últimos!
¡Qué maravilla! Así directamente y sin rodeos. Me iba a quedar a cenar y a todo lo que hubiera que quedarse después.
Del restaurante pasamos la mitad de los allí reunidos, a los pubs. Y de ahí, una o dos copas más tarde, ya fueron despidiéndose casi todos los compañeros. Casi todos, menos nosotros, que decidimos tomarnos una última en otro local.
-Me tomo una más y ya me voy porque tengo que coger la moto y no puedo beber más. Además mañana tenemos que madrugar los dos. Pero me lo estoy pasando muy bien contigo.
-Yo también.
Y nos alargamos unas horas extras charlando de todas nuestras cosas y riéndonos, yo con cada una de sus ocurrencias, y él con las veces que yo era capaz de replicar, entrando así en un divertido concurso dialéctico. Pero esa noche, nada más. Me dejó en la puerta de mi casa como todo un caballero, con un par de besos en la cara y una caricia en la mejilla mientras me agarraba fuerte por la cintura.
Pero las buenas noches que me dieron sus ojos verdes hacían presagiar las ganas de más.
Coincidía que una de las grandes empresas para las que trabajábamos iba a celebrar una fiesta para inaugurar uno de sus edificios y estábamos todos invitados. Sería un evento que aglutinaría a muchas personalidades de distintos ámbitos y la ocasión requeriría incluso media etiqueta.
-¿Vendrás a la fiesta del viernes, ¿verdad?-le pregunté antes de marcharse.
-Me temo que no podré asistir. Tengo que volver a casa este fin de semana sin falta porque han operado a mi padre y me va a ser imposible.
Y nos despedimos sin más con un hasta pronto.
Por eso cuando la noche de la fiesta de repente me giré y le vi allí de chaqueta y corbata, mi cuerpo se alegró con una fuerte sacudida interior y un temblor de tal envergadura del que nadie se percató únicamente por el estruendo de la música.
-Hola, ¿qué haces tú aquí?-le pregunté separándome de mi grupo de compañeros-¿No dijiste que no podrías venir?
-Sí, pero al final las cosas han ido mejor de lo que esperaba, la operación fue muy bien y he decidido escaparme hace un rato.
-¿Acabas de llegar?
-Ahora mismo. Tengo la moto en la puerta. Quería comprobar primero que estarías por aquí, antes de dejar las cosas en el guardarropa.
-¿Es que has venido solo? ¿No has quedado con tus amigos?
-Sí a la primera pregunta, y no a la segunda.
-Pues muy bien entonces, aquí estoy yo. ¿Te pido algo de beber?
-Claro. Traigo muchas ganas de fiesta y de pasarlo bien.
Y allí estuvimos bailando y bebiendo hasta bien entrada la madrugada. Tan elegantes los dos, y tan ansiosos el uno del otro.
En multitud de ocasiones he tenido claro que el nivel de alcohol en sangre, a veces debería medirse por el número de tonterías ensartadas que se pueden llegar a decir. No habría necesidad de alcoholímetros, ni de pruebas de ningún otro tipo, y así ya con sólo responder al saludo de la guardia civil tendrían suficientes pruebas y podrían darte una puntuación del uno al diez, en función del número de sandeces dichas. Esa noche en lo más alto del ranking, después de más de tres horas de fiesta, se encontraba mi amigo habiendo superado con creces el diez.
-Voy a bajar a coger la moto para cambiarla de sitio, porque no quiero conducir.
-Muy bien, pero entonces, casi mejor la dejas donde está.
-¿Por qué? Si no es porque esté borracho. Es sólo que me duele la cabeza y no me gusta conducir así, porque no me gusta ponerme el casco cuando me duele tanto.
-Por eso, ¡no te molestes en moverla! A ver si te va a dar más dolor de cabeza -le dije intentando no reírme para no herir su sensibilidad de hombre ebrio.
-Pues tienes razón, que a veces el ruido del motor me lo acrecienta.
-Efectivamente. La dejamos ahí y nos vamos mejor en autobús. ¿Dónde te quedas a dormir?
-Pues eso te quería comentar, que no tengo donde quedarme, porque como en realidad yo había pensado en irme a mi pueblo después de la fiesta no me he traído las llaves del apartamento.
No sé si fue mi gran corazón de buena samaritana, o quizás las ganas de echármelo a la cama, pero al instante le tuve que ofrecer lo poco que yo tenía.
-¡Vente a mi casa, anda! Por lo menos no andarás por ahí con esta cogorza dando tumbos. Mi compañera no está hoy y hay cama para ti.
-Si es que yo no puedo irme a tu casa, ¡mira que yo no respondo de mi comportamiento! A lo mejor te asalto por la noche y te muerdo.
Sin embargó, empecé a atisbar tales excesos de teatralidad en sus explicaciones y sus gestos que ya me dio que pensar que en ese estado poco iba a poder morder. ¡Ya hubiera querido yo! Pero no iba a ser esa noche. Así que cogidos del brazo, para ayudarle a no perder el equilibrio, nos fuimos hasta la parada de autobuses, ya que pillar un taxi en esa zona estaba muy complicado por las noches.
Cuando subimos al bus nocturno que recorría una ruta nueva para mí y con un número de paradas totalmente desconocidas, empezó a contarle al conductor cómo yo había hecho lo imposible porque tomara todo el alcohol de la fiesta, con la única finalidad de tenerle que llevar a mi casa. Y aunque el conductor percibió enseguida por su aliento que había mucho de verdad en esa confesión, también se dio cuenta por mi cara de que yo tenía la situación perfectamente controlada, y por la sonrisa que esbozó creo que coincidió plenamente conmigo en la certeza de que mi amigo no triunfaría esa noche en ese estado.
-¿Me puede usted avisar cuando lleguemos a la parada de la avenida comercial?-le pedí al conductor, intentando hacer callar a mi acompañante.
-¡No, no, no la avise, que ésta es una aprovechada y lo único que quiere es acostarse conmigo! –gritaba en medio del silencio del autobús.- ¡Y yo no soy tan fácil de conseguir!
-¡Cállate por favor! -empecé a susurrarle entre risas-. ¡Nos está mirando todo el mundo!
Pero siguió explicándole a todo el autobús, a la vez que intentaba mantenerse en equilibrio, de pie en el pasillo y sin sujetar, cómo yo me había agarrado a él mientras bailábamos, y cómo le había mirado de insinuante, mientras iba reproduciendo con sus manos sobre mí y al detalle todos los toqueteos que según él yo le había hecho. Menos mal que a esas horas de la madrugada, los pocos que viajaban en esa línea se dirigían adormilados atrabajar, y estaban tan aburridos, que el espectáculo que dimos les tuvo bien entretenidos unas ocho o nueve paradas.
Al entrar en mi casa ya empezamos a tener problemas, porque mientras yo intentaba quitarle la chaqueta y los zapatos para que pudiera dormir la mona medianamente cómodo, él a su vez intentaba quitarme el vestido. Y como la carne es débil, sobre todo la mía, lo reconozco, no pude evitar besarle y desnudarle mucho más de lo necesario. El único inconveniente era su estabilidad: penosa de pie, pero tumbado tampoco acertaba a mantenerse mucho rato en la misma posición.
-Te voy a dejar aquí acostado, y no te levantes, que todavía eres capaz de caerte -le decía a la vez que le iba dando besos por todo el cuerpo.
-Pero, ¿por qué te vas? No te vayas, quédate mejor aquí conmigo.
-Si sólo me voy a la habitación de al lado, a mi cama. No estás en condiciones de nada. ¡Vamos a intentar dormir algo, anda!
Y sin soltarme y apretándome fuerte contra él, a mí me costaba muchísimo aguantarme las ganas, así que pasé directa a la acción. Y aunque intentó poner de su parte, le fallaban las fuerzas constantemente. Sin embargo, lo peor fue cuando añadió a esa incapacidad un terrible comentario que, de haberse encontrado con menos alcohol en las venas, quiero suponer que nunca hubiera hecho.
-¿Tienes un condón? Es que yo no encuentro los míos –le acababa de decir en un arrebato esperanzado de conseguir algo.
-¡Otra igual! Pues no. ¡Eres la tercera este mes que me sale con lo mismo, que fijación tenéis!
Y a partir de ese momento, ya sí que no hubo posibilidades de llegar a buen puerto. Porque yo no esperaba ninguna declaración de amor eterno, ni en aquel instante ni en ningún futuro cercano, pero en algunos momentos íntimos no creo que ayude a conquistar a una chica el confesarle que finalizada la primera quincena del mes, ya eres la tercera en su cama además de su mujer.
De todos modos sus mareos empezaron a indisponerle seriamente, y las náuseas le impedían ejecutar cualquier tipo de acción en la que necesitase la boca. Con lo cual, tras mucho luchar contra la naturaleza y contra mi recién estrenada indignación sin resultados satisfactorios, abandonamos los dos. Él, porque se desmayó directamente en la cama en la que se encontraba, y yo, porque decidí retirarme a la mía, para intentar calmarme, aplacar mis ansias, y esforzarme en algo mucho más productivo como conciliar el sueño. Algo que con la excitación del momento me resultó verdaderamente complicado y me llevó casi el mismo par de horas que me quedaban para dormir.
La mañana llegó tan rápido que mi cama ni siquiera había llegado a coger temperatura. Por supuesto, yo me levanté la primera, para tener el tiempo suficiente de recuperar mi imagen de encantadora oficinista, en la medida de lo posible, después de una noche así. Decidí eliminar de mi cerebro su desafortunada observación sobre el número de sus conquistas, y transcurridos los minutos necesarios de restauración logré adquirir de nuevo el aspecto con el que podría reconocerme al levantarse e incluso seguir gustándole.
En cuanto se despertó y le conté como había terminado nuestra aventura tras la fiesta, nos estuvimos riendo un buen rato. Nos tomamos un gran café solo cada uno, y él llamó un taxi para poder ir a recoger su moto y marcharse a reanudar su vida familiar de sábados y domingos. No sin antes agradecerme primero, que le hubiera dado un techo y acostado sano y salvo; disculpándose después por su comportamiento, tanto por el realizado en el autobús, como por el que no pudo realizar después; y prometiéndome por último, que iría a verme en cuanto tuviera un hueco antes de las reuniones semanales para hablar con más calma del tema y resolver lo que había dejado pendiente.
Pero ese lunes siguiente por la tarde, cuando después de comer me dirigía andando a mi trabajo, como la mayoría de las veces, me crucé con el. Aunque no había sido consciente de ello hasta ese día, todas las tardes anteriores nos habíamos estado cruzando, según pudimos deducir al comentarlo posteriormente, y ninguno de los dos se había fijado nunca en el otro. Circulaba con su moto justo en la dirección contraria a la mía y sin embargo, como por arte de magia esa tarde sí que nos vimos. Levantó la mano para saludarme y me dio a entender que iba a dar la vuelta para acercarse. Paró la moto junto a la acera, se quitó el casco, se acicaló sus espesos rizos negros con los dedos y me dijo:
-¿Tienes tiempo para un café antes de entrar?
-Pues claro que sí. Como vengo siempre dando un paseo lo hago con tiempo de sobra para no tener que correr.
-Pues sube.
Y me encaramé en la moto como quien sube a una montaña rusa, con esa mezcla de osadía y pánico en el estómago que hace de esa experiencia una aventura irresistible, aprovechando además la excusa que sólo te da un vehículo así, para apretarme fuerte contra su espalda y rodearle la cintura.
Nos sentamos en una cafetería antigua, de esas que aún quedan con encanto y solera, y que aunque están un poco oscuras para tomar café a media tarde, resultan muy frescas y agradables cuando en la calle el sol quema sin perdón.
Charlamos acerca del trabajo y de lo mal que iba la economía en general. Después sobre el precio de los pisos y los alquileres como el suyo. Nos reímos recordando su borrachera de la noche del viernes aunque sin querer entrar en ese momento en los detalles posteriores. Y como no nos dio tiempo de comentar nada más acerca de tantos otros temas más o menos relevantes sobre los que podíamos liarnos a hablar, le propuse quedar para cenar y seguir.
-Pues claro, me parece bien. Ya se me había pasado a mí por la cabeza comentarte si te apetecía, pero pensé que lo mismo estabas ocupada.
-¿Cómo ocupada?
-Bueno, que a lo mejor tendrías algo que hacer… o con quien hacer algo, mejor dicho, y que tendrías que volver a casa.
-Pues no. Tengo compañera de piso, ya te lo dije la otra noche, aunque no lo recuerdes -comenté con un poco de sorna-, pero no suelo salir con ella. Y no, no tengo novio ni nada de esas características si es lo que quieres saber. Así que esta noche quedamos tú y yo para cenar. ¿Te parece bien?
-Estupendo. Entonces te paso a recoger a las nueve y media, y hoy te prometo que apenas tomaré alcohol – dijo acomodando en su cara una sonrisa inmensa y pecaminosa.
Y allá nos fuimos al caer la noche a disfrutar de la ciudad en moto, a recorrer bares, tapear y a agotar todos los temas de conversación pendientes. Tanto, tanto hablamos que, una vez perdida la noción del tiempo, nos decantamos por darle a ese apéndice ya cansado de palabras, otro uso bastante más agradable y no necesariamente más silencioso.
Esa noche aprendí que los asientos de algunas Harleys, y el de su modelo en concreto, son lo bastante amplios como para permitirte llevar a cabo estupendamente un sinfín de movimientos a dos sin perder el equilibrio. Aunque, por supuesto, mejoraron en su cama incluso siendo de noventa centímetros.
Desde ese lunes quedábamos todos los días laborables, para comer, para merendar, a la hora de cenar, en su piso, en el mío, a todas horas y todo el tiempo que el horario de trabajo de ambos nos lo permitía, lo cual me llenaba de entusiasmo y me cargaba de energía, a la vez que terminaba con ella de tanta actividad en vertical y en horizontal. Menos mal que podía contar con sus obligadas ausencias de fines de semana para recuperar el aliento y darle a mi cuerpo su merecido descanso.
Lo bueno de no ser celosa y no tener pretensiones de boda es que no tienes por qué darle importancia al hecho de que el chico con el que sales habitualmente esté casado. Él no lo había ocultado en ningún momento, ni había hecho comentario alguno sobre la situación que estuviera viviendo con su mujer. Si era buena o mala yo lo ignoraba y además no me interesaba en absoluto; motivo por el cual, yo tampoco pensaba que fuera más interesante sacar ese tema en ninguna conversación. Las razones que tuviera para estar conmigo de lunes a viernes no me las dio, ni yo se las pedí. Si alguna vez se convirtieran en necesarias para mí, habría llegado el momento de cambiar de acompañante.
Adoraba que me pasase a buscar al trabajo y sobre todo, me encantaba que sabiendo que yo no había terminado aún mis labores, se enrollara a hablar con mi jefe, y le liase con bromas hasta conseguir convencerle de que me dejase salir antes de tiempo, con mis tareas aún a medio hacer y lo que era todavía más difícil, con todo su beneplácito.
Y así pasamos casi tres estupendos meses, semana tras semana, siempre de lunes a viernes. Saliendo y entrando juntos sin dar explicaciones a nadie.
Hasta que vinieron a pedirlas…
El primero que no la esperaba aquel día era él. Su mujer se plantó en su apartamento con la habilidad de pillarnos en plena faena. Al menos no tenía llaves. No sé si fue algo premeditado o no, pero en aquel momento me pareció una idea excelente que él no se las hubiera dado. Los viernes había cogido la costumbre de quedarse conmigo también, cuando lo habitual en él era coger la moto y tirar para su pueblo a mediodía según cerraba la empresa. Llegar a casa los sábados por la mañana era algo que a su mujer ya no le había sentado bien y supongo que la habría puesto sobre aviso. La cuestión es que allí estaba, plantada a un lado de la puerta, en viernes por la tarde, llamando al timbre una y otra vez, y esperando a que la abrieran con cara de pocos amigos. Y al otro lado, nosotros, sin saber qué hacer.
-¿No le vas a abrir? –le dije intentando mantener la compostura por fuera, aunque por dentro estaba deseando esconderme en cualquier sitio.
-¿Y qué voy a decirle? –Exclamó en un extraño grito susurrado.- ¿Cómo se lo explico?
- No sé, tú eres el que estás jugando a dos bandas. Creí que tendrías preparado algo por si alguna vez llegaba este momento.
- ¡Hombre, pues no! No contaba yo con que nos pillase aquí, juntos y desnudos.
- Por eso no sufras que yo me voy a ir vistiendo enseguida–. Y empecé a vestirme a toda prisa, mientras seguía sonando el timbre, y la oíamos gritar pidiéndole a su marido que le abriera-. ¿Te llevas bien con ella? ¿La quieres? –unas sencillas preguntas que nunca me había dado por hacerle.
-¡Pues claro!¡Es mi mujer!
-Perfecto. Entonces mejor yo me voy y tú te quedas aquí explicándoselo.
Y con la misma diligencia y dejándole pasmado abrí la puerta sin fijarme en que todavía él seguía desnudo. Saludé muy correctamente a la chica y corrí escaleras abajo mientras la oía increparnos e insultarnos a los dos alternativamente; a mí ya, por el hueco de la escalera.
¡Los riesgos de la aventura! Y cuando aceptas una aventura, estás obligada a asumir esos riesgos.
En el fondo debía querer verdaderamente a su mujer, o a lo mejor tomó la decisión de jugar con sus reglas una temporada, porque dejamos de vernos. Y al igual que al principio no le pedí más explicaciones, tampoco lo hice después. Aunque en realidad solamente dejamos de salir, ya que en el trabajo seguíamos coincidiendo una vez por semana en las reuniones, y aunque la atracción entre nosotros se mantenía muy fuerte, él ya no quiso quedar nunca más y yo lo respeté.
Y fue como despertarse de golpe de un sueño plácido y delicioso en el que te sientes totalmente protagonista, sin ataduras, pero profundamente ligada a ese personaje al que es tan difícil poner cara al querer recordarlo cuando te levantas porque en realidad no era tan importante.
Aún estuvimos muchos, muchos meses cruzándonos a diario por las tardes. Y como en un aprendido ritual, cada día al verle yo levantaba la mano para saludarle y él me correspondía igual, saludándome desde aquella moto con la que me había hecho soñar tan intensamente una primavera.
FIN
A la moto se sube con casco, ¡y de paso te lo pones antes de salir corriendo del apartamento!
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