Cuando
abrí la puerta acababa de terminar con una larga ducha reparadora. Sólo había
tenido tiempo de envolverme el pelo con la toalla del lavabo y apretarme bien
contra el pecho la grande de baño que se empeñaban siempre en colocar en una
repisa demasiado alta para mi. No esperaba a nadie en concreto pero confiaba en
que fuera él, ¡deseaba que lo fuera! Suponía que haberme encontrado a su mejor
amigo el día anterior habría sido suficiente para evitarme tener que pedirle
que viniera corriendo a verme. Y eso es lo que debió hacer porque su aspecto,
con cierto aire enfermizo y desaliñado, reflejaba que no se había parado a
pensar en arreglarse en ningún momento. Aunque a mí eso me daba igual. Para mí
estaba tan atractivo y encantador como la primera vez. La primera vez que me
miraron sus ojos negros; el primer beso adolescente y nervioso; la primera vez
que hicimos el amor, tan maravilloso como si nuestros cuerpos hubieran sido
fabricados para encajar el uno con el
otro. Ni pude ni quise evitar que notara la felicidad que me embargaba, pero me
habría gustado que al menos me hubiese encontrado maquillada, o vestida con esa
ropa interior carísima que me había comprado especialmente para este encuentro.
Le
dí un beso en los labios y le invité a pasar. Comenzamos a charlar y parecía
que no hubiera pasado el tiempo entre nosotros. Si acaso unas horas en las que
él hubiera tenido que salir a alguna incómoda gestión y que le traía de vuelta
un poco fatigado. Con él todo era sencillo, nunca había lugar a los reproches,
ni a las preguntas que nada solucionarían. Todos nuestros problemas, los
individuales, pero también los comunes, desaparecían. Algo que no sucedía con
mi excitación, tan difícil de contener como simple de disimular.
Hablamos del trabajo y
las respectivas familias, mientras se bebía una cerveza del minibar y conseguía
relajarse sentado a los pies de mi cama, en la que yo ya habría deseado tenerle
tumbado y desnudo. Fue al darle el vaso y tocar
su mano cuando un dulce estremecimiento me recorrió la espina dorsal y sé que él
también pudo sentirlo por la forma en que levantó la cabeza para mirarme. El amante
que idolatraba aún seguía dentro de aquel cuerpo. Empecé a arreglarme un poco y
a peinarme, argumentando que tenía que salir a comprar antes de una inexistente
reunión de trabajo que me esperaba, y que aproveché para invitarle a
refrescarse para así de paso acompañarme. Me estaba costando más que nunca no
echarme en sus brazos sin pensar.
Como si la vida nunca
hubiera puesto obstáculos diversos entre nosotros nuestra conversación
continuaba fluida como si nada. Lo cotidiano se
instalaba entre los dos sin reparar en la anónima habitación de hotel que nos
rodeaba ni en la realidad de cada uno. Mis manías, mi recelo a enamorarme aún
más, mi miedo a enfrentarme al fracaso, al abismo de una dicha conjunta, todo
se iba derrumbando a medida que su voz cabalgaba entre una frase y otra. Y mi
corazón, junto a mi piel, iban quedando expuestos a su voluntad cualquiera que
fuese.
Enseguida
entendió que mi sugerencia a ducharse estaba encaminada a ir preparándose para
mí, para nuestro encuentro sexual. La actitud de su cuerpo había reemplazado a
la que traía cuando abrí la puerta. Se había vuelto más desafiante: había
erguido la espalda, la cabeza ladeada con picardía, su mirada aún más
penetrante de lo habitual y su erección sin disimular e incontrolable. Su
seguridad rompía en mis ojos e iba a hacer estallar la tormenta.
Sus
palabras perseguían mis pies desnudos por la habitación, mientras allí sentado,
riéndose y charlando de todo y nada, conseguía que mi nerviosismo aflorase y
que mi temperatura interior subiese hasta el límite. Sé que ya buscaba mi
cuerpo por debajo de la toalla y, muy sutilmente, fui capaz de soltarla un poco
para que mis piernas quedaran más al descubierto con algunos movimientos. La
tensión erótica entre nosotros era muy evidente, y aunque me gustaba dilatar
los momentos previos, porque aquello formaba parte de nuestros preámbulos
amatorios, esta vez no iba a poder aguantar mucho más este juego. Notaba la
humedad en mi sexo, mis pezones comenzaban a excitarse contra el algodón de la
toalla, y mi boca necesitaba imperiosamente los lametones de la suya. ¡Pero no!
Le presionaría un poco más. Quería que cuando me tocase fuese con mas ganas que
nunca, con apetito animal. Así que decidí esperar a que se pusiera cómodo.
Le dejé la intimidad
necesaria para que pasara al baño. Al otro lado de la puerta, escuchaba el
ruido de la ducha con los ojos cerrados, visualizando cada gota de agua al
deslizarse por su pelo, por su espalda ancha, por sus glúteos duros, y confiando
en que el sonido de la misma me contase algo nuevo de aquel hombre que no podía
quitar de mi pensamiento, estuviese donde estuviese. Siempre decidida a cortar
esta relación y siempre regresaba a sus brazos a la más mínima oportunidad.
Alcé la voz y volví a la carga con una conversación frívola y sin especial
interés. Me quité la toalla y me tumbé en la cama a esperarle. Me levanté, me
la puse otra vez y me senté en el sillón. No sabía si esperarle para que me
atacase o prepararme para saltar sobre él. Las palabras que iba diciendo
sonaban incoherentes en mi cabeza mientras decidía de qué forma sorprenderle
más.
Hacía unos minutos que
había cerrado el grifo. No pude contenerme más. Tantos meses sin vernos
pudieron con mi maniático control y salí corriendo a abrazarle y besarle con
locura y desesperación tras desprenderme de nuevo de aquella barrera blanca. Y
el huracán regresó. Su boca me acorraló contra el marco de la puerta y de ahí
al suelo para penetrarme y darme todo el placer que había guardado con celo
para mí desde hacía mucho tiempo. Disfrutamos y nos reímos en la cama. Tuve
todo su cuerpo bajo mi lengua hasta que me sacié, para seguir teniendo un
orgasmo tras otro. Me senté sobre él en el pequeño sillón junto a la tele y le tuve sometido a la voluntad
de mis caderas hasta que el éxtasis nos lanzó de nuevo al suelo para poder
acariciarnos con libertad y continuar amándonos. A ratos a gritos, a ratos en
silencio. Con suspiros y gemidos. Con risas y lágrimas. Horas de desenfreno y
pasión, de juegos de manos, de sexo divertido. De beber su sudor, de comerme
sus ganas, de buscar posturas nuevas donde sentir su miembro grande y duro aún
más dentro de mi. De sucumbir a sus manos, a su lengua... a su amor.
Sonreí al recordar que
había podido dejar resueltos todos mis asuntos laborales el día anterior y que
podría quedarme acurrucada sin problemas junto a su cuerpo el resto del día.
Desnudos, charlando, riendo, habitando nuestro micromundo feliz. Las cosas que nos
habían unido a lo largo de la vida seguían estando ahí. Y esas eran suficientes
para llenar de dicha esa habitación y tantas otras que seguro nos quedarían por
ocupar. Y sin preguntas, sin rencores, sin intenciones
de nada más porque entonces todo se desmoronaría. Al menos hasta la vuelta a la
realidad. Su inexorable marcha cerraba otro apasionado capítulo y la vida ni
siquiera insinuaba una fecha para el siguiente. Vuelta a esperar. A esperar a que los cometas se
alineen en el cielo, y a que el eclipse oculte la verdad de mis días para
aprovechar la oscuridad de este mundo difícil y seguir su luz como una pequeña
polilla. Porque eso es lo único que todavía me salva de mi misma.
FIN
Esto de los relatos de hotel se te da bien.
ResponderEliminarHabla con algunas cadenas.
:-))
Anda, que hasta ahora no había visto el comentario!!! Lo pensaré ;)
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