Pero en los últimos meses, había descubierto en el gimnasio los ojos cautivadores de un chico moreno y de pelo rizado.
Todos los martes esperaba deseosa a verle llegar sentada en una de las muchas bicicletas de “spinning” repartidas por la sala. Mientras ella sudaba y pedaleaba, le observaba a través de los cristales entrar en la sala de musculación de al lado. Eso era lo mejor de aquel gimnasio: todos los espacios separados por cristaleras, un regalo para cualquier “voyeur”. No podía evitarlo. Sus pulsaciones se aceleraban aún más y ya no había forma de quitarle la vista de encima. El problema era la edad. Una considerable diferencia de edad entre ambos. Nada de unos pocos años más o menos. Quizás él aún estuviera en el instituto, en los últimos años. O a lo sumo, en primer curso de alguna carrera reputada entre chicos, como ingeniería o informática. Violeta no sentía complejos, pero dudaba en poder saltar esa barrera aunque su cuerpo le atrayera como un imán. Verle subir y bajar pesas embutido en una ajustada camiseta negra, empezando a sudar y a gemir, la revolucionaba indecentemente. En su oreja derecha un pendiente brillaba y parecía decirle: ven a morderlo; y el piercing de su boca, con el que jugueteaba su lengua constantemente, era una invitación a la lascivia más caliente. A veces, en los descansos de sus entrenamientos, Violeta salía al baño, o a la máquina de refrescos y se lo cruzaba, provocando un saludo amable y juvenil en él que la hacía temblar y sentirse como una quinceañera ruborizada. Bastante más alto que ella, y con un cuerpo fibroso y bronceado, era el objeto de los sueños húmedos de Violeta que, muchos días, no podía esperarse a llegar a casa para aliviar el sofoco que aquel ardor producía en su interior. Y de ese modo, muy frecuentemente, en la ducha de los vestuarios femeninos desataba con sus manos el irrefrenable deseo que aquel jovencito arrollador incitaba en ella.
Los días iban sucediéndose y los intercambios de palabras entre ellos fueron mudando de afables cumplidos primero, a mensajes algo más cercanos y familiares después. Así, hasta que empezaron los saludos más largos. Las frases de cortesía y las conversaciones frente al torno de acceso o en la entrada a los baños. Violeta no contenía su entusiasmo al pararse con él, y comenzaba a notar que él la miraba fijamente cuando hablaban, desplazando sus ojos con rapidez de los suyos hasta la boca y vuelta a los ojos. Le observaba desde lejos entrenar en los aparatos y podía intuir su joven mirada de soslayo cayendo sobre su cuerpo. No era por sus ganas de aquel chico, era un interés real lo que notaba que él empezaba a profesarle. Sus aproximadamente treinta años de ventaja en cuestiones de coqueteo no la engañaban. Reconocía todos los trucos que utilizaba para hacerse el encontradizo, todas las formas que él inventaba para mirarla con disimulo, y todos los argumentos ficticios que le llevaban, más a menudo cada vez, a practicar en su misma sala, ejercicios nunca antes realizados. Y le gustaba. Le gustaba saborear el renacer de esas huellas de deseo por ella en otra persona. Tenía posibilidades. Lo sentía en lo más profundo de su ser. Lo sabía. Y ese anhelo de su cuerpo, pasó a convertirse en antojo descomunal, en capricho desmedido por probar sus formas.
Decidió pasar a la acción y tentar a la suerte tentándole a él. Paso a paso. Con palabras que apuntasen primero al ego del chico, y otras que sembrasen después en él algunas dudas sobre sus verdaderos requerimientos, consiguió Violeta engancharle a ella. Poco a poco. Ahora era él quien la buscaba constantemente para charlar y que le regalara los oídos con lisonjas y halagos perfectamente enmascarados de frivolidad. Día tras día. El coqueteo iba dando sus frutos y sin palabras explícitas ni señales descaradas, la atracción sexual se iba apoderando de ellos dos. Quedaba fijar el momento. Ella era un depredador natural, y como un animal de presa Violeta iba cercando a su víctima, le iba enredando en su juego y conseguiría tenerle rendido a sus pies, suplicando las delicias de su cuerpo. Encontró el lugar. Tenía que ser en el gimnasio, o no funcionaría fuera de aquel contexto. Entre el vapor de las duchas y el olor a hombres exhaustos de pesas y carreras. Faltaba decidir el día. Esperaría la ocasión propicia.
Y ese día llegó.
Esperó a ser de las últimas en el local. Los jueves él llegaba tarde y también se iba a última hora. Quedaban pocas mujeres y apenas dos o tres hombres en la sala. Con una mirada le señaló la máquina de refrescos y su necesidad de terminar los ejercicios para salir a beber algo. Él la siguió como un perrito faldero. Se tocaron al intercambiarse unas monedas y Violeta sintió su estremecimiento entre la musculatura maciza de sus brazos. Le miró fijamente segura ya de que él leía en sus ojos lo que debía pasar a continuación. Violeta era guapa y sus pechos aún turgentes, aprisionados en la licra, dejaban notar su excitación. Él dirigió la mirada hacia su escote y le acarició el hombro con la mano. Sonrieron. Había abierto la puerta hacia el placer. Violeta tomó la mano que la tocaba y sin decirle nada le empujó suavemente a la entrada de los baños masculinos. Se apoyó contra el quicio, lo acercó a ella y le obsequió con un beso húmedo y largo. Repentinamente la fiera de la salvaje juventud se abrió paso entre zapatillas dispersas por el suelo, y bolsas de deporte tiradas en los bancos, y arrastró a Violeta justo hasta donde ella quería: las duchas. Las prisas del deseo y el arrebato del vigor maduro y masculino entraron de golpe en el cuerpo de Violeta, dejando olvidado al adolescente en algún otro rincón del gimnasio. Las ropas a medio quitar, el sudor inundando el cabello del chico, los gemidos sin acallar, su torso duro y los ojos verdes, volvieron loca a Violeta, que mordisqueaba el pendiente de su oreja completamente en éxtasis. Se terminó de desnudar y abrió el grifo. El agua corría por sus pezones mientras el piercing en la lengua de su amante los golpeaba dulcemente. Recorría al joven con sus manos una y otra vez mientras él la penetraba sin descanso, gritándole cuánto la deseaba. Aquella lucha vehemente e impetuosa terminó con varios orgasmos apoteósicos para Violeta y un desenlace fogoso y espeso para él. Cuando a la vez, el sonido de alguien que se acercaba los sacó del trance del momento.
- Perdona tío, no sabía que hubiera alguien aquí. Me visto rápido y me voy. ¡Cómo os lo montáis!
Cerraron el grifo y, abrazados, esperaron a que saliera aquella visita inesperada. A Violeta no le importaba haber sido pillada. Quizás él estuviera un poco incómodo.
-Tengo que irme a secar y vestir a mi vestuario. Ha sido estupendo. ¿Cómo te llamas?
- Álvaro. Para mí también ha estado fantástico. Si quieres lo repetimos otro día.
- ¿Cuántos años tienes Álvaro?
- Diecisiete. ¿Y tú?
- Yo me llamo Violeta y si quieres volver a echar un polvo así, eso no te interesa.
Y despidiéndose con un beso y llevando su ropa mojada en la mano, Violeta salió de allí desnuda y llena de satisfacción.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡Cuéntame qué te ha parecido!