Me
abrió la puerta envuelta en una toalla grande, de un blanco luminoso. El
aroma intenso a gel de marca me aturdió en el mismo instante en el que la
corriente de aire escapó al pasillo huyendo por mi costado. Ella no esperaba mi
visita y yo no esperaba su desnudez tan a mano. Por descontado que ni tan
siquiera se sorprendió. Al contrario, su sonrisa se expandió por su rostro
limpio de cansancio y maquillaje. Yo sin embargo arrastraba la vigilia de unas
noches complicadas, repletas de problemas y fiebre. Si hubiera sabido que iba a
encontrarla tan deseable me habría preparado con más empeño, como cuando acudes
a una primera cita. Porque, en realidad, con ella es siempre una primera vez.
Una primera vez para todo. Cuando mis ojos la miran siento que la veo de
nuevas; la toco y su piel es virgen para mí; la beso y su boca recrea sensaciones
adolescentes en la mía; la poseo y siempre es como la primera vez que la tuve
entre mis brazos. Pero cuando me llegó el mensaje de un amigo diciéndome que ella
estaba en la ciudad, no lo dudé un momento y no tuve tiempo a reaccionar. El
impulso y las ganas de verla hicieron desaparecer mi vanidad y mi escasa coquetería
así que en lo último en lo que pensé fue en tener buena presencia. Sabía que la
encontraría en el hotel de siempre. De todos modos ella tampoco pareció echarle
cuenta a lo desastroso de mi indumentaria ni mi aspecto, y su alegría, nunca
fingida, alivió instantáneamente el malestar de mi cuerpo enfermo.
Con
un suave beso en los labios me invitó a entrar y comenzamos a charlar como si
no hubieran pasado entre nosotros más que unas horas en las que sólo le hubiera
dado tiempo a echar un sueño reparador y darse una ducha. Eso es lo que más me
gustaba de ella. Siempre hacía que todo fuera sencillo, que no recordases
reproches que pudieran lanzarse, ni tuvieras ocasión de hacer preguntas que
llegasen a meter el dedo en la llaga. Cuando empezaba a hablar parecía que
nuestros problemas anteriores, tan reales como mi excitación contenida, desaparecieran
por arte de magia.
Me
preguntaba por el trabajo y la familia, mientras me servía una cerveza del
minibar y me animaba a sentarme a los pies de su cama. Al entregarme el vaso acaricié
sus dedos y pude sentir un ligero temblor. La amante que adoraba aún seguía
dentro de aquel cuerpo. Ya con las manos libres aprovechó para quitarse la
toalla del pelo y empezar a peinarse. Hablábamos de todo un poco sin centrarnos
en nada, mientras sus rizos pelijorros y húmedos saltaban por sus hombros.
-
Pensaba salir a hacer unas compras antes de mi reunión. ¿Por qué no te
refrescas un poco y me acompañas?
Como
si la vida nunca hubiera puesto obstáculos diversos entre nosotros ella cogía
el hilo donde lo hubiéramos dejado la última vez y continuaba con nuestra
inventada cotidianidad. Y eso hacía que levantase mis barreras y mis defensas
cayeran unas tras otras a sus pies. Y todo sucedía con esa naturalidad y esa
simplicidad que te ayuda a sobrellevar cualquier inconveniente con el que se
presente el día más complicado.
De todos modos enseguida entendí que aquello
era, entre otras cosas, una amable sugerencia para mejorar mi desaliñada presencia
en su habitación y sobre todo, una invitación a prepararme para ser devorado
por las ganas que ya emanaban de sus intensos ojos verdes. En sus paseos por la
estancia, al hablar, la toalla que cubría su cuerpo desnudo se abría dejándome
ver el final de su pierna izquierda prácticamente hasta la cadera. Viéndola
descalza, sonriendo, gesticulando con el cepillo en la mano y pendiente en todo
momento a mi conversación para no perder detalle de mis historias, me costaba
mantener la coherencia de mis palabras y sobre todo, mis ansias de saltar sobre
ella, arrancarle la toalla y hacerle el amor sobre aquellas sábanas blancas
hasta que gritase mi nombre satisfecha y agotada. ¡Pero no! Ella prefería
mantener la emoción y llevar el deseo hasta el límite para que todo fuera aún
más intenso entre los dos, como aquella primera vez, como en aquel reencuentro.
Así que decidí esperar y complacerla tal y como yo sabía que ella deseaba.
Me
metí en la ducha dejando que el agua arrancase de mi piel el olor a rutina
vacía y absurda, a miedo y a indecisión, y me enjaboné con sueños, ilusiones y
anhelos de un cambio de vida que nunca llegaría a producirse. Tanto jurar que
no volvería a caer para tener que verme de nuevo sumido en la más impetuosa de
las dichas. Al salir me fui secando con la alegría y la jovialidad que su tono
de voz desprendía. Siempre emocionada con las actividades que pudiéramos hacer
juntos y los paseos que pudiéramos compartir, su felicidad hubiera resultado
casi pueril, si no fuera porque en medio de toda aquella inocencia dicharachera
la pasión se filtraba ya entre sus frases.
No
pudo ser fiel a su manía de controlar la situación y esta vez fue ella la que se
dejó llevar por el ardiente arrebato que aquella toalla no era capaz de tapar.
Se acercó a la puerta del baño y sin decir nada se quedó desnuda y se lanzó en
un salto sobre mi boca, mordiéndome con angustia y desesperación. Y de nuevo el
huracán. Tirados sobre la tarima del pasillo, seguimos besándonos,
acariciándonos, tocándonos hasta casi lastimarnos. Nos reímos y disfrutamos
como en tantas otras ocasiones. Del suelo, a la cama; de la cama al sillón, y
de nuevo al suelo. Horas de desenfreno y pasión, de juegos de manos, de sexo
infinito. De fanatismo por sus pechos, sus caderas, de olerla y saborearla con
un hambre insaciable. De hacerle y dejarme hacer. De parar a respirar y de no
dejarla ni que respirase. Entrar y salir en ella, subir y bajar por su cuerpo, morir
en orgasmos extenuantes y ser felices en nuestro micromundo.
Me
quedó muy claro que no pensaba acudir a su cita de trabajo. Aunque no debía de ser
ese el principal motivo por el que se alojara allí. No tuvo prisas, ni ganas de
irse, porque pasamos el resto del día en la cama, desnudos, charlando,
bebiendo, comiendo, y compartiendo todo ese millón de cosas que nos unían y nos
unirían para siempre. Sin preguntarnos, sin intenciones de querer ir más allá de
los muros de nuestra eventual guarida de amor. Hasta que llegó mi hora de irme,
de separarme de su cuerpo y del aroma de su pelo rojo. Vuelta a la realidad. A
vivir vestidos, o disfrazados, según se mire. A una vida de espera. A esperar
que ella vuelva a irrumpir de improviso en mis días y los agite con su
diversión y su repentina adoración por mi persona. Todo eso que aún llena mis
días y reconforta mis noches lo suficiente para seguirla al fin del mundo cada
vez que decide cruzarlo como una luminosa estrella fugaz.
FIN
(Busca en el blog y lee la segunda parte, el otro punto de vista)
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