De nuevo sonaba la música. Los acordes
de la afamada trompeta de Louis Armstrong bajaban por el patio de luces
acunados por la suave brisa húmeda del principio de la tarde. Al menos hoy los
temas escogidos por el nuevo vecino iban a gustarme seguro si continuaban en
esa línea. Cerré los ojos para escuchar mejor y me dejé llevar.
De repente tú estabas conmigo en la
cocina. Me abrazabas con fuerza, casi con angustia, y la música que entraba por
la ventana entreabierta consiguió relajar tus brazos y que apoyaras con ternura
tu cabeza sobre mi hombro derecho. Sin darnos cuenta comenzamos a mecernos con
suavidad. Aquella música seguía cubriendo nuestro momento de intimidad,
aliviándonos de tener que articular palabra alguna. Y con la complicidad de
quienes no necesitan más que imaginar que el mundo se ha parado y de los que saben
que sólo existen los pequeños instantes por aprovechar para despistar a la
vida, nos besamos. Una tras otra se sucedían las notas de románticas composiciones
clásicas y uno tras otro tus besos iban y venían al compás.
Para cuando acabó "What a wonderful world!" tus manos
ya me habían desprovisto de la camiseta y corrían por mi espalda cogiendo
carrerilla para invadir el resto de mi cuerpo. De pie, apoyado contra la
encimera me dejé conquistar por tu boca que, al asalto, se hizo dueña de la
nueva situación emergente por debajo de mi cintura. Con la misma soltura que el
fabuloso músico que ambientaba mi bloque de pisos esa tarde iba desgranando sus
composiciones en la trompeta, tú liberabas la botonadura de mi pantalón
dominando una excitación que 'in
crescendo' solo me permitía sentir tu lengua mientras disfrutaba de las
melodías. Abducido por el espíritu del jazz de Nueva Orleans yo canturreaba
"Hello Dolly" con alegría
nerviosa cuando, mirándote hacer, mis ganas explotaron con gran estruendo en el
pequeño espacio entre la pila y la lavadora.
Tu sonrisa, el luminoso día y la música
formaban un trío tan encantador como sensual. Nos cogimos de las manos y nos
miramos fijamente a los ojos por unos segundos. Para acto seguido abandonarnos,
ahora ya con deliberación, al ritmo marchoso del ragtime que invadía la estancia. Unos escuetos pasos con los que
fingimos bailar y que fueron la excusa perfecta para reírnos a carcajadas y
continuar nuestro encuentro sin palabras. Una suerte de fotogramas que iban
conformando nuestra personalísima película de cine mudo. Hasta que la “La vie en rose” nos hizo parar y abrazarnos
de nuevo.
Esta vez eran mis manos las que iban a
bailar por tu cuerpo. A deslizarse desde tus labios a tu escote acariciando tu
cuello suavemente. Buscaron tus pechos con prisas recorriéndolos de este a
oeste, recreándose en presionarlos con cada uno de los acordes con los que
todavía nos deleitábamos. Sentí tu escalofrío, baile involuntario de tu piel
que me invitaba a darte más. El calor de la tarde se había hecho más pegajoso.
Tu cuerpo se acomodó contra la nevera, permitiéndome guiar la danza,
rindiéndose a la armonía de las circunstancias. Y mi mano derecha bajó a toda
velocidad a satisfacer tu explícita solicitud. Estando entre tus piernas los
pocos silencios entre notas empezaron a llenarse de dulces suspiros. Y al
entrar en tu húmedo universo fui consciente de cuánto deseo se despliegan en
las letras de canciones aparentemente frívolas. La cadencia de la música me
ayudó a encontrar la mejor forma de llevarte al éxtasis y tus gemidos entrecortados
acompañaron como voces celestiales a la desgarrada garganta de nuestro cantante
particular.
El final de aquel maravilloso
repertorio acabó con el portazo del vecino que, terminada la sesión musical,
debió partir a continuar con otros menesteres menos lúdicos dejándome
sobresaltado, como bruscamente despertado de un maravilloso sueño. Sin embargo,
aunque aún tengo el gusto de tus labios en los míos, sigo sin saber si todo
aquello fue el fruto de mi deseo hecho realidad a través de canciones o
estuviste conmigo de verdad. De lo que no tengo la menor duda es que fue algún
beso tuyo sobre el que yo construí este sueño y ahora, cada tarde, a la misma
hora, abro la ventana de par en par y espero con emoción a que suenen los
primeros acordes de aquella trompeta y otra vez en mi cocina aparezcas tú.
FIN
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