martes, 7 de abril de 2015

* "Día de lluvia" - RELATO ERÓTICO




  Gabriel miró hacia atrás antes de marcharse y sonrió. La ropa mojada de la chica rubia había quedado repartida por todos los rincones de la habitación. Desde la puerta veía sólo asomar su hombro desnudo por entre las sábanas, pero intuía a la perfección todas las líneas de su cuerpo. A lo mejor porque se las había aprendido al detalle aquella tarde o, quizás, porque las había recorrido con los ojos, con los dedos, con la lengua tan sólo durante quince minutos, pero suficientes como para poder recordarla siempre. Salía de la 705 extenuado, relajado, sudando y feliz.


El momento de poseerla, de tenerla toda había sido mucho más excitante de lo que se había imaginado al verla llegar al hotel, apenas comenzado su turno, desplegando para él todos sus encantos.
Mientras ella mordisqueaba sus pezones, él la había embestido con el ansia de quien se adentra en lo prohibido, sabedor además de que el tiempo corría en su contra. La humedad de su interior acompañaba a la lluvia que rompía rítmicamente contra el cristal de la terraza. La fuerza de su pelvis aprisionando su miembro había conseguido que disfrutara mucho más tiempo del habitual antes de sentir cómo todo su ser se vaciaba entre espasmos y gritos de satisfacción.
Hacía muchos años que había dejado de hacer aquello. Había abandonado, hacía mucho ya, la mala costumbre de ser infiel a todas y cada una de sus novias. Por eso, sus caderas le habían vuelto loco desde el momento en que, bajando con furia la cremallera de sus vaqueros, ella le había permitido meter las manos por los pantalones y acariciarla en todo su contorno. No encontró la ocasión siquiera para desabrocharse los suyos, dichosas botonaduras de los uniformes nuevos, había pensado fugazmente. No se sentía capaz de usar las manos para ninguna otra cosa, ni tan siquiera, para quitarle la camiseta y seguir desnudándola. No había forma de sacarlas de allí. Menos mal que ella, solícita, jadeante, apoyada contra la pared y cuidando que sus movimientos no entorpecieran a su ardiente amante, se había lanzado a despojarle de sus ropas con ligereza empezando oportunamente por los botones de su bragueta. A partir de ahí el resto había sobrevenido  con la naturalidad esperada, y tras unos minutos enredando sus dedos en uno de los pocos pubis que aún mantenían el vello original, ella le había derribado con pasión y le recorría la columna vertebral con sus pechos, pequeños pero punzantes.
Eran muchas las mujeres que Gabriel veía al cabo de un día de trabajo. Parapetado tras el mostrador de la recepción, y escondido en las ropas de afable pero respetuoso y comedido trabajador, daba la bienvenida constantemente a mujeres de todo tipo. Y a todas les encontraba algún atractivo, aunque solían gustarle más las morenas, raciales de aspecto y jovencitas. Como su prometida, con la que en tardes como aquellas, coincidía en turno.
¡Qué difícil había sido escapar de allí con una mentira común! ¡Qué excitante subir a la habitación de su codiciada presa esgrimiendo estúpidas excusas! ¡Qué descubrimiento sentir de nuevo golpes en el pecho, y ese sofocante calor en la cara y entre las piernas! ¡Qué sorpresa que otros labios le hubieran revelado tan claramente un deseo igual! ¡Qué desazón no poder besar a la nueva visitante, subirla al mostrador y penetrarla allí mismo ante todos, ante su novia!
Pero había tenido que esperar a encontrar el momento propicio. Acompañarla amablemente tras su vuelta a la recepción con el requerimiento, hipócrita e insistente, de ayuda para abrir la cerradura electrónica de una puerta que no funcionaba. La segunda e inequívoca declaración de intenciones de ella. Estaba decidido a asaltarla nada más abrir su habitación. Sin embargo, en el ascensor, rozándola, toda empapada por la tormenta exterior, sus deseos habían delatado su sexualidad incontenible y la irresistible atracción entre los dos iba a provocar una erupción de sensaciones pocas veces antes experimentadas por Gabriel. En el tercer piso, ella había detenido el ascenso para, tocándole, comprobar si él seguía deseándola con la misma vehemencia, y sin palabras, acto seguido, se había arrodillado ante él y se había metido en la boca la causa de su desazón. Gabriel no podía creer que  aquella chica desconocida y mojada por una odiosa tarde de lluvia y, que le lamía a la vez con fruición y un dulce deseo, hubiera sido capaz de devolverle a su estado natural de entusiasta del sexo espontáneo y esporádico.
La forma de mirarle para pedirle habitación, información sobre los divertimentos de la zona, ayuda para subir su equipaje, todo en ella nada más entrar, le había ido dando pistas de cómo buscaba un acercamiento carnal hacia él. Pausada en el hablar, sensual, dejándose  caer con descaro en el mostrador, ofreciéndose, bromeando con dobles sentidos todo el tiempo. En un primer momento Gabriel se había sentido algo desconcertado cuando su novia la interrumpió intentando atenderla. Pero él supo encomendarle otra tarea y conseguir que saliera de detrás del mostrador. Ya entonces, se había fijado en cómo sus rizos rubios, chorreantes por la lluvia, se pegaban lascivos a sus labios, y cómo tras despojarse de su chaqueta empapada y darle la espalda para agacharse a coger documentación de una maleta, le había dejado disfrutar con calma del principio de un apetecible trasero al descubierto tras la pequeña cinta de su tanga, casi imperceptible sobre el talle bajo de su pantalón.
El juego de manos entre los dos para intercambiar un bolígrafo había encendido la mecha y Gabriel se había lanzado también con su verborrea a la conquista de aquella excitante chica, que chupaba con recreo y deleite la punta del bolígrafo, mientras le explicaba que su mayor deseo era desnudarse y darse un baño caliente, para atenuar el frío que la lluvia había dejado en su piel. El anzuelo estaba lanzado y Gabriel sólo quería poder picar. La chica se había excedido en detalles exponiéndole que lo mejor para entrar en calor era en realidad el roce de otro cuerpo y un buen masaje. ¡Qué suerte que estaban en temporada baja y en días de semana a esas horas, era bien escaso el número de clientes que accedía al hotel! La conversación con aquella desconocida, de ojos color caramelo estaba calentando a Gabriel de tal manera que no hubiera podido disimular su gran erección ante su novia, si ésta hubiese vuelto antes de tiempo; algo que por fortuna no había sucedido.
Ese martes Gabriel había llegado al trabajo en coche desde casa, como siempre, acompañado por su novia, y maldiciendo las tormentas otoñales y los días de lluvia, que convertían aquellos turnos laborables en interminables tardes aburridas, de pie, sin nada más interesante que hacer que mirar el agua caer sobre las aceras y poner fin a cualquier conversación doméstica que hubiera quedado a medias. Pero aquella preciosa chica que había entrado a los cinco minutos de colocarse el uniforme, empapada, sola, y dispuesta a aprovechar su estancia en el hotel, iba a revolucionarle la jornada y a abrirle la veda para no volver a aburrirse en el trabajo nunca más.


FIN






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