domingo, 8 de febrero de 2015

* "Los secretos" - "SUEÑOS EN RETALES (I)"




    Pasé muchos meses soñando con él, día tras día, después de que lo que yo creía “lo nuestro” se acabara. Soñaba que tenía las respuestas a todas esas preguntas que resonaban en mi corazón: ¿por qué no había durado?, ¿por qué nada de lo que me había contado era verdad?, ¿por qué se había evaporado de mis días? o ¿por qué, de repente, se lo había tragado la tierra y ni siquiera su familia sabía dónde estaba?
      Muchos meses soñando, sobre todo, cómo hubieran sido las cosas si le hubiera conocido sólo cinco o seis años después, y no al principio de una adolescencia inocente e ignorante.

      Empezamos a prestarnos discos al poco de conocernos: Dire Straits, Alan Parsons o Supertramp. Cualquiera que nos sirviera como excusa para hablar y quedar para tomar café nos valía, obviando claro, todos esos otros vinilos que yo guardaba como oro en paño de guapísimos artistas pop, por los que seguramente él no iba a sentir ningún interés, y de los que yo prefería evitar que se conociera su existencia. Con la justificación perfecta del intercambio de música pasaba las tardes en su casa, y además como su hermano pequeño compartía conmigo clase en el instituto, aprovechaba para hacer los deberes en compañía y calmar la curiosidad de mis padres en aquella creciente amistad.
      Para alguien con mi poca edad, sin apenas práctica en el manejo de relaciones amistosas con ese otro ser humano que vivía también en el mundo y no era chica, y totalmente inexperta en relaciones sentimentales, él era impactante: tres años mayor que yo, el pelo teñido de rubio y cortado en media melena, ropas de “nuevo romántico”, muy de moda por entonces, y una guitarra eléctrica que incluso sabía tocar.

      Pero lo que más me enganchó a él fueron los secretos.

      Al principio, el secreto sólo era que me gustaba; que cuando subía a su casa y notaba el olor de su colonia desde la entrada, la emoción se apoderaba de mí y me sonrojaba sólo de saber que estaba allí, en alguna estancia de ese piso.Le oía en el cuarto contiguo tocar la guitarra y poner discos. Desconcentrada por completo de mis tareas, yo sólo prestaba atención a los ruidos que salían de su dormitorio hasta que prorrumpía en la habitación donde nos encontrábamos y con la boca llena de trozos de merienda farfullaba un: “¡Hola!¿qué hacéis…, deberes? ¡Qué rollo de instituto! ¿No?”, y se volvía a ir dejando una estela de esperanza marcada en mi rostro. La época de estudiar había terminado para él hacía bastante y no con mucho éxito, dicho sea de paso, con lo cual sus días pasaban haciendo que buscaba algún trabajo serio, y tocando la guitarra para desesperación de sus padres y vecinos.

      No me dirigió la palabra directamente a mí hasta bien comenzado el curso, cuando la asiduidad de mis visitas y las de todas mis amigas empezó a divertirle un poco más.Cuando se percató de mi existencia, aproveché para incluir nombres de discos y artistas extranjeros en mis conversaciones de modo que su atención aumentó ostensiblemente y creo que fue entonces cuando me vio de verdad por primera vez.
         Para entonces, mi primer secreto había dejado de serlo. Todo mi círculo más íntimo ya conocía que yo bebía los vientos por él y que le había escrito alguna que otra horrible poesía. Todos, menos mi compañero de clase. Mi amigo siempre andaba contando las aventuras tan dispares que su hermanito mayor vivía para desdicha de sus padres, y enumeraba el nombre de todas las chicas que habían pasado a visitar su cuarto con la soltura de quien recita la tabla del dos. Con ese "currículum" y nuestra todavía incipiente amistad era muy arriesgado confesarle que mi corazón rebosaba un fervoroso y platónico amor hacia su hermano.
        En más de una ocasión se unía a nuestras charlas y meriendas, e incluso llegamos a coincidir con su pandilla algún que otro sábado por la tarde en la casa. Esos momentos se convirtieron para mí en las mejores oportunidades para observarle e idolatrarle desde lo más profundo de mi secreta pasión. Con nuestras bebidas en las manos, la música a todo volumen y por supuesto sin sus progenitores por medio, charlábamos y nos reíamos todos juntos mientras les veíamos arreglarse, siempre en exceso, como si fueran los artistas invitados en los sitios punteros de la movida madrileña.
                -¡Pintadme alguna de vosotras la línea de los ojos, que a mí no me sale bien!- decía él.
                -¿Me ayuda alguien a secarme el pelo?- gritaba desde el baño su amigo.

           Y así fue como el mundo de la cosmética y la peluquería nos iba ayudando a intimar hasta que una de aquellas tardes salió de su boca un: “¿Te vienes conmigo el próximo sábado a dar una vuelta en la moto?”. Y no tengo tantos conocimientos de literatura como yo quisiera, sin embargo, puedo asegurar que todas esas palabras juntas formaron aquel día la poesía más maravillosa y perfecta que yo jamás había oído. ¡Y me las dijo bajito, acercándose a mí, casi rozando su boca con mi cara! Y yo pude haberme derretido, o haberme auto-combustionado, pero el control que se tiene del propio cuerpo con esos pocos años no te permite esos alardes de espectacularidad. Lo que sí pude controlar fue mi hilillo de voz que, en un susurro igual, dijo: “¿a qué hora?”. Y acto seguido tuve que ir a esconderme en el cuarto de baño y esperar allí que el intenso calor que me recorría el cuerpo a toda velocidad de la cabeza a los pies, se evaporara.

            Cuando llegó aquel día, yo tenía los nervios tan a flor de piel que tropecé varias veces por la calle hasta llegar a la plaza donde nos habíamos citado. Me había costado mucho decidir qué ropa ponerme. No podía ir muy arreglada porque no sabía qué íbamos a hacer. Tampoco podía ir demasiado informal porque era mi primera cita y quería estar radiante. Era mejor, sin duda, llevar pantalones porque subiría en su moto y un vestido podría ser un inconveniente. Pero nada me parecía oportuno, y estaba tan ansiosa por salir que al final cogí los vaqueros de todos los días y una camiseta tan vieja que ni siquiera recordaba que la tenía en el armario.
              -Hola, ¿cómo estás? -dijo dándome dos besos al verme.
              -Muy bien. ¿Esta es tu moto?
               -Sí, vamos sube. ¿No será tu primera vez en moto, verdad?

          Debería haberle dicho que sí, que era mi primera vez en todo, incluso casi, que mi primera vez también en respirar, ya que los nervios no me dejaban hacerlo con naturalidad, pero fui mucho más atrevida y le dije que no. Por supuesto, en cuanto tomó la primera curva y yo me dejé caer al lado contrario, supe por sus gritos abroncándome que se había dado perfecta cuenta de que yo mentía.

          Donde fuimos o lo que tomamos aquel día no lo recuerdo con exactitud, pero son muchos los sueños en los que todavía siento ese primer beso húmedo con sabor a tabaco. El primero que él me daba, pero también el primero de mi, hasta entonces, corta vida. Y si me paro a recordar otros detalles, todavía puedo sentir el agua fría de la fuente de aquel parque que salpicaba mi respiración entrecortada. Eran las cinco de la tarde de un mes de febrero. Frío y ventoso fuera de aquella tremenda calidez. Nadie paseando alrededor. Sólo los dos, sentados en aquel banco de hierro gélido junto a la fuente. Aún hoy me estremece la mera evocación de su mirada fija, de sus palabras indagando en mi ignorancia, y mis latidos se aceleran cuando pienso en aquellas sensaciones, nuevas y ajenas, que sus caricias producían en mí.
            Aquella fue tambien la primera tarde romántica real de mi vida. No imaginada, ni ansiada, ni tantas veces soñada, ni reflejada en cursis poesías: fue algo de verdad que me ocurría a mí, que nos estaba ocurriendo sólo a mí y a él.

           Al menos eso pensaba yo en aquel momento.

           Unos meses después me daría cuenta de que otra chica, al igual que yo, disfrutaba de otra “auténtica” tarde romántica con él prácticamente al mismo tiempo que conmigo.

           Pero hasta entonces mi única preocupación era disfrutar y esperar a poder contarle a mi amiga lo que estaba viviendo. ¡Me llevaba en moto un chico mayor! ¡Me enseñaba a besar y a ser besada!¡ Dios mío!, ¿qué vendría después?

           Al poco tiempo yo ya no podía desengancharme de su voz, de su olor, de sus manos, y el siguiente secreto tomó forma: había que mantenerlo oculto a ojos de su hermano.Consiguió persuadirme de que eso sería lo mejor para que no se inmiscuyera nadie en nuestra aventura y nos dejaran estar. Sus padres se habían entrometido mucho en sus otras relaciones porque, siempre según su versión, mi amigo se ocupaba de informarles de con quien entraba y salía él. Así que había que mantener nuestra incipiente historia de amor oculta a todos para que su familia no se enterase. Me daba igual. ¿Qué importancia podría tener para mí que alguien más en el mundo supiera de nosotros? ¿Qué interés podría tener yo en que los demás se dieran cuenta de cómo me miraba o de cómo me sudaban las manos cuando se me acercaba mucho? Nada tenía ninguna importancia. ¡Estábamos juntos! ¡Juntos!

       ¡Y qué astuto para hacérmelo creer!

        Me venía a buscar al instituto. Con la excusa de hablar con su hermano, se pasaba a verme, y cuando éste ya se había ido a casa, me cogía la mochila y cargaba con ella acompañándome un trecho en mi recorrido de vuelta. ¿Podía haber algo más maravilloso en el mundo? ¡Me llevaba la mochila!¡Qué ternura ser tan joven y conocer tan poco de la vida! Cualquier detalle es tan fantástico que no crees que pueda haber algo en el futuro que pueda llegar a hacerte sentir mejor. Pero entonces además de la mochila, te coge de la mano. Y en ese momento empiezas a hiperventilar y a la vez a contener la respiración para que él no lo note. En fin, que cuando llegas a casa estás tan mareada que no sabes si en realidad ha sido una experiencia buena o malísima.

          Ese fue el principio de una escasísima relación de apenas cuatro meses con muy pocas salidas como novios “oficiales”. Con el agravante además, de salir a escondidas de todos: de los amigos, de su hermano y de los padres de ambos, como si fuéramos Romeo y Julieta. Cada vez que yo llegaba a su casa mi mirada se clavaba siempre en el perchero de la entrada buscando un indicio, una pista que me asegurase que él estaba allí. La chaqueta de mezclilla blanca y negra con el cuello largo y estrecho, que había llevado el primer día aquel en que nos besamos, era para mí la revelación de que la felicidad me aguardaba detrás de la puerta de su dormitorio, aunque yo no pudiese traspasarla. Eso era suficiente para mí por entonces. Pero muchas otras veces, sin esa prenda colgada a la vista, y después de llevar un buen rato en el salón resolviendo en compañía de su hermano las tareas del instituto de ese día, todavía no había podido averiguar si él estaba o no en su cuarto. Y entonces era imposible encontrar la concentración para las matemáticas y las fuerzas para no confesarles a todos que necesitaba verle, y que yo estaba allí para eso, sola y exclusivamente para eso.

          Y las semanas iban transcurriendo y yo seguía yendo a su casa una tarde tras otra, con la emoción del romance secreto. Disfrutando más de la agitación de la clandestinidad que de la relación en sí. De ese modo, conseguíamos vernos a hurtadillas en la cocina con la excusa de ir por agua, o se sentaba con nosotros a ver videoclips musicales en la tele en nuestros ratos de ocio, y entablaba conversación con todos, para terminar conmigo en algún acalorado debate sobre qué grupo de rock estaba marcando tendencia en el momento actual. Cuando me iba, tras los deberes terminados, a veces se asomaba por el hueco de la escalera y por señas me hacía algún gesto cariñoso o me pasaba una notita en un avión de papel con la hora y el sitio para quedar al día siguiente.
            Su madre casi siempre nos rondaba cuando su turno de trabajo se lo permitía y, desde el primer momento, se convirtió para mí en una presencia aterradora. Aquel rostro tan anguloso, resultado seguro de un misterioso cruce entre la Bruja del Norte de “El mago de Oz” y la Madrastra de “Blancanieves” una vez convertida en anciana vendedora de manzanas, era demasiado para mis, por entonces, escasas habilidades sociales. Al poco de soportarnos revoloteando con mayor asiduidad por su casa, ella por supuesto, ya se olía algo. Lo que no tenía muy claro era si todas esas amigas de su hijo pequeño estaban allí por él o lo estaban por el hermano mayor. Y sobre todo, cuál de todas ellas era la interesada verdaderamente. Si se hubiera enterado en aquel momento de que entre nosotros había ya algo, seguramente habría puesto todo de su parte para que aquello no siguiera adelante, reanudando así su rutina habitual de acoso y derribo de posibles novias inadecuadas, perfectamente detallada por mi compañero de clase cada vez que le preguntábamos por el tema.
             Para poder hablar con mi Romeo sin levantar sospechas, tuve que inventarme métodos más propios de películas de espionaje que de estudiantes. Así a la hora de llamar por teléfono, fijo por supuesto, ya que todo esto sucedía mucho tiempo antes de que las personas tuvieran línea directa por móvil, necesitaba poner un pañuelo en el auricular de modo que mi voz se modificara lo suficiente para que ni su madre, ni su padre, ni su hermano adivinaran que era yo la que preguntaba por él.
             Los fines de semana mi adorado amor encontró por fin trabajo pinchando música en un local muy frecuentado por entonces, lo que le otorgó inmediatamente un áurea de divinidad ante mis ojos que me dejaba en trance por completo cuando me lo imaginaba en la cabina de aquella discoteca entregado a los ritmos y compases de mi música favorita para bailar.
            Así que tuvimos que empezar a moldear el siguiente secreto: acudir a verle con algunas amigas, muchas de las cuales no conocían nuestra relación, y sin que se enterase su hermano.
                    -No, hoy no voy a salir
                    -¡Pero si es sábado! ¿Por qué no sales?
                    -Me han castigado y no hay manera de convencer a mi madre.
                  -Si quieres me voy a tu casa y escuchamos algo de música o jugamos a algo para que no te aburras mucho.
                  -Te lo agradezco, pero no puedo. Es que tengo que ir con mis padres a visitar a una tía. Forma parte del castigo. No te preocupes y gracias, de verdad. El próximo sábado quedaremos.

             Debía mentirle y convencerle de que no saldría un sábado porque mi plan de ir a la discoteca no podía saberse en su casa. Ese fue el punto de partida para que mi amistad con mi compañero empezara a hacer aguas.Pero es que allí disfrutaba yo tanto que, todas las mentiras del mundo merecían la pena. Todas las broncas que me ganaba cuando llegaba tarde a casa, por apurar al máximo los minutos viéndole animar a los bailones de la pista, eran válidas para mí. Por descontado, que no podía asistir todos los sábados a la discoteca, pero uno cada dos eran suficientes para alimentar mi dicha. Porque en las noches vividas en aquel local, a veces, me dirigía una pequeña mirada cómplice, o me hacía un guiño con ese aire tan cautivador para mí, e incluso había ocasiones, en las que descendía de su pedestal de rey de la música para acercarse a darme un beso a escondidas de los ojos de todos. Un beso furtivo que sin embargo llenaba mi semana de satisfacción.

           El día que descubrí que su afición por tocar la guitarra le había llevado a formar parte de un grupo que hacía bolos en verano por los garitos de los alrededores y alguna que otra fiesta esporádica de invierno, decidí junto a mi mejor amiga, que nos haríamos “groupies” incondicionales, tocasen el tipo de música que tocasen. Algo esto, que visto desde el romanticismo literario puede parecer la máxima aspiración de una enamorada, pero que puede llegar a convertirse en un auténtico calvario analizado desde la más estricta realidad. Había que contar con nuestros escasos recursos para movernos por la provincia, así como con el poco tiempo del que disponíamos para aventuras. Y si a esto le añadíamos que tampoco sus conciertos eran de una categoría espectacular, se entenderá mejor que desistiéramos pronto de aquella persecución.

          No habían pasado tres meses escasos desde nuestro primer beso apasionado y nuestros esporádicos encuentros cuando un nuevo secreto intentó instalarse en mi vida; aunque no lo consiguió porque dejó de serlo en cuanto que lo que parecía un rumor, empezó a correr como el fuego por los pasillos del instituto: estaba “liado” con otra chica de mi instituto. ¿Cómo era eso posible? ¿No era yo la única a la que adoraba y besaba? O en teoría así debería haber sido, pero la realidad era que tampoco nunca lo había expresado así. Y sin embargo, jamás había pasado por mi cabeza que pudiera haber alguna otra opción paralela para él más interesante que yo.
          ¡Qué inocente!
          Para añadirle más sal a la herida, la otra chica en cuestión era una buena amiga de mi curso. Como mi relación era tan furtiva no había podido contárselo más que a una sola amiga escogida entre todas y etiquetada como la más íntima, pero claro, nadie más lo sabía. Con todo, no tuve que estar criticando a escondidas, ni espiando en secreto, porque ella misma tuvo la deferencia de contármelo nada más verme.
        -¿A que no sabes con quien estuve la otra tarde?
        -No sé, es que no se me ocurre nadie ahora mismo.
       -Pues con el hermano de tu amigo. Ese chico mayor tan interesante que pone música en este garito nuevo del que nunca recuerdo el nombre. ¡Qué bien me lo pasé!
        -Ah ¡qué bien! ¿Y habéis quedado para otro día?
      -No, la verdad es que no. Estuvimos toda la tarde por ahí, me llevó en su moto a la discoteca, y lo pasamos estupendamente. ¡Es un encanto! ¡Y cómo besa! Pero no quiere ir en serio con nadie, así que no hemos concretado nada para volver a quedar. Aunque creo que le llamaré otro día porque me gusta mucho.
        -Vaya, pues me alegro.

         ¡Cuántas buenas actrices se ha perdido el mundo de la escena! La mía había sido una interpretación espectacular. A veces crees que en una situación así no vas a poder contener la ira, o las lágrimas, o simplemente la información, y sin embargo, qué fácil resulta disimular y hacerse la indiferente…los primeros cinco minutos. Si aquella conversación hubiera durado el doble no creo que mi ánimo lo hubiese soportado.

        En los días que se sucedieron a esta desdichada sorpresa hice todo lo imposible por coincidir con él en su casa, en los bares o en la calle. Pero nada. Se había esfumado. Ni siquiera el hacer guardia en su portal a turnos con mi amiga había dado buenos resultados. Parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Mi paciente amigo contaba que su hermano apenas paraba por casa y que su madre estaba desesperada temiendo que hubiera cometido alguna locura. Porque una vez, varios años antes, había intentado escaparse de casa con una novia que era menor de edad, pero por suerte les habían pillado a tiempo en la estación de trenes.

         Yo ya empecé a pensar, con todo este entramado que iba descubriendo de su pasado y a su alrededor, en la posibilidad de que lo mismo el amor que yo le prodigaba no era correspondido tal y como yo me había hecho a la idea. Igual, ni tan siquiera había llegado a sentir algo por mí. Con seguridad, nuestras citas y nuestros momentos de intimidad no fueran para él más que otra distracción en su agitada vida juvenil. Posiblemente, andaría por ahí con alguna otra chica a la que engatusaría con sus besos y su indumentaria de “moderno”.
           Mi pobre e inexperto corazón había conseguido su primera ración de desamor en toda regla. No era capaz de entender por qué ni siquiera se había dignado a romper conmigo. Quizás había sido mío el error. A lo mejor su madre se había enterado de lo nuestro y andaba enredado en problemas familiares por mi culpa.

           Pero lo peor para mí, la realidad, aún estaba por llegar.

          De entre todos los secretos, el más impactante fue descubrir que tenía una hija. Una niña tan parecida a él que cualquier negación de la evidencia no hubiera llegado más lejos que una pulga en un triple mortal. Una criatura nacida de una relación de muy pocos años atrás y que no tuvo ningún atisbo de formalidad. La madre, muy joven, le buscaba insistentemente y se presentaba con frecuencia en su casa esperando un reconocimiento para la niña. Obviamente, éste era un detalle del que mi amigo de clase tenía totalmente prohibido hablar con nadie. Pero una tarde en la que coincidimos en su casa con esta reivindicación en vivo y en directo, no se pudo ocultar más. Y casi a la par, yo tampoco pude ocultarle que entre su hermano y yo había habido algo más que unos saludos en el salón. Demasiadas emociones juntas para que yo pudiera mantener la compostura y los engaños. Y mi tristeza y mi angustia se encargaron de explicarle entre lágrimas cómo se habían ido sucediendo nuestros encuentros, y cómo me había dejado convencer para mantener todo bien escondido a sus ojos.

         Lo peor de los secretos es que hay un momento en el que tienen que dejar de serlo. Siempre llega el día en el que tienes que destaparlos y poner sobre la mesa las cosas tal y como son. Y cuando eso sucede, siempre te das cuenta de que esas historias que parecían tan intrigantes y tan necesarias de guardar, en realidad no eran más que simples sucesos cotidianos magnificados por la imaginación y la inconsciencia, y que no han conseguido otra cosa más que herir los sentimientos de las personas a las que de verdad aprecias y que en ese instante se sienten engañadas.

         Lo que había empezado como un sueño romántico había tardado poco en transformarse en una terrible pesadilla.
        Mi amigo dejó de serlo. En clase optó por no hablarme convencido de que nunca más podría fiarse de mí. Y cuando una tarde quise volver a su casa para hablar con él con calma y pedirle perdón, su madre decidió que yo no debía volver a entrar allí. Sentía que yo había traicionado a toda su familia sólo por diversión.
        Me echaron de aquella casa. Mi amigo me echó de su lado. Y el que fuera por unos meses mi gran amor y del que nunca volví a saber nada, me echó a empujones del mundo de los sueños.

        Fueron muchos los días que pasé sufriendo, muchos los que perdí sin ganas de hacer nada, muchas las noches que pasé desvelada, muchas las que pasé llorando y muchas, las que tuve la certeza de que aquella historia sólo había podido ser un mal sueño.

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