No es cuestión de acostarse antes. Al
menos a mí me da igual porque de nuevo estoy conduciendo de modo casi
automático. Voy tan dormido que podría ponerme a soñar con los ojos abiertos. O
al revés, llegar al trabajo con los ojos cerrados. Y para colmo, la lluvia de
hoy no me deja ver ni las líneas de la carretera. Tanto cambio climático va a
resultar que sí que está afectando más de lo que nos creemos. No recordaba yo
estas lluvias tan torrenciales cuando pequeño. Llovía, ¡claro que sí!, y
¡fuerte! Pero de modo tan repentino y con tanta cantidad de agua, no tengo yo
el recuerdo. Lo que sí recuerdo bien es que siempre que llueve el tráfico está
imposible.
Ya casi estoy llegando a mi destino, y es tal la tormenta que tengo la sensación de ir en una barcaza. Miro a los lados y sólo veo agua, ni las ruedas de los coches de al lado siquiera. Incluso podría jurar haber visto la espuma que forman las olas al romper. Aunque… ¡un momento! En realidad, sí que veo espuma. ¡Qué curioso! ¡Esto sí que no lo había visto nunca! Ahora que la lluvia ha cedido un poco, se ven claramente los riachuelos que la tormenta ha formado en las aceras, alrededor de las rotondas y las bolsas de agua que se acumulan en los desniveles de la calzada, y todos están coronados por una extraña espuma blanca. Continúo conduciendo a mi trabajo por calles anegadas de esa espuma. Como si alguien hubiese vertido litros de jabón en todas las esquinas están creciendo rápidamente unas espumantes cascadas grisáceas que arrastran la suciedad del suelo mientras aumentan de volumen a ojos vista. La gente que camina deprisa bajo sus paraguas parece no dar crédito tampoco a este fenómeno y mira con incredulidad hacia el suelo. El fenómeno ha debido de causar algún accidente delante de mí porque me encuentro parado en una calle estrecha muy cercana ya al sitio donde me dirijo. Aprovecharé este parón para avisar por teléfono de que llegaré tarde. No me gusta utilizar el móvil cuando voy conduciendo pero esto es causa de fuerza mayor. En la radio están comentando la noticia y parece que está sucediendo en otros muchos puntos del país. Hablan de no se qué efecto que produce la fuerza de la lluvia sobre el aceite de los coches adherido, incrustado, en la calzada. Sin embargo nadie tiene una respuesta convincente ni argumentos válidos para justificar este espectáculo digno, dicho sea de paso, de un buen prestidigitador. Para variar, la línea está saturada. No se puede comunicar con nadie. Aunque como se imaginarán por qué motivo voy a llegar tarde, no voy a preocuparme más.
Todo el mundo está inquieto. Todos los
cláxones sonando pero este atasco no se soluciona. Alguno hasta se atreve a
sacar la cabeza por la ventanilla y mojarse para increparle al de delante, como
si así fueran a avanzar antes, sólo por gritar. Y sigue lloviendo. Y la espuma
sigue creciendo misteriosamente y con ella el mobiliario urbano más pequeño va
despareciendo. Como en una gran crecida, como si hubiese cerca algún río que se
desborda, el nivel del agua, y de esa espuma sucia, está subiendo de modo alarmante.
En la angostura de este callejón en el que continúo atascado empiezo a calibrar
la posibilidad de que el agua pueda entrar en el coche. Espero que se solucione
pronto lo que quiera que haya sucedido ahí delante porque no me gusta nada el
cariz que está tomando esta situación. Tengo una furgoneta delante de mí y no
acierto a ver lo que pasa más allá. La tormenta no tiene visos de desaparecer.
Las nubes aún más negras que esta mañana cuando salí de casa no presagian nada
bueno y la extraña marea de agua sucia y espuma habrá hecho desistir a los
vecinos de salir a la calle porque hace un buen rato que nadie transita por
aquí. No debí haberme metido por esta calle. Siempre sucede algo. La cercanía
del mercado central hace que muy a menudo se congestione toda esta zona y
cuando no es un camión que descarga mercancía, es alguien que se empeña en
hacernos esperar a todos mientras él saca dinero del cajero. Encima, para
colmo, ahora la radio pierde señal y ya ni siquiera voy a poder mantenerme al
tanto de cómo evoluciona todo este maremágnum. Bajaré la ventanilla un poco
para respirar y apagaré el motor, porque definitivamente el tráfico está
parado.
Continúa el chaparrón, y esta anómala espuma
creciente que ya nos rodea a todos, de repente, me hace recordar esa otra
blanca y divertida de veraniegas fiestas de discotecas. Pero hoy, con más de
medio metro de altura y prácticamente adueñada de esta minúscula calle lo que
me hace sentir es algo muy distinto. El conductor del vehículo de detrás,
asombrado y un poco aterrado ante el panorama, ha salido de su coche, y
mientras se empapa, grita maldiciendo enredándose con sus propios brazos
extendidos hacia el cielo. Apenas entiendo lo que dice, pero por mi retrovisor
veo la espuma que en una especie de ola nacida desde atrás le embiste
cubriéndole y arrastrándole calle abajo. Cerraré del todo mi ventana. No creo
que sea prudente salir, pero tampoco puedo quedarme dentro del coche si el agua
sigue creciendo. Todos los portales están inundados por completo. Las dos
pequeñas tiendas que veía desde aquí hace mucho que cerraron aburridos sus
dueños de achicar agua. Y mientras mi cerebro intenta procesar este
desconcertante espectáculo, el inaudito oleaje coronado con una espuma gris
oscura que arrastra objetos de lo más variopinto rodea mi vehículo. ¡Tengo que
salir! No tengo más opciones. No entiendo cómo ha podido acumularse tanta agua
en una calle. No es un túnel, no es un terreno hundido y sin embargo no consigo
ver más que agua. Agua y espuma. Esa absurda espuma cada vez más negra, cada
vez más espesa. ¡Y sigue lloviendo a mares!
Salgo por la ventanilla dejando
irremediablemente que toda la marea entre en el coche. Más incrédulo, que
empapado. Angustiado ante una circunstancia insólita de película de ciencia
ficción, me siento en el techo expectante. Esperando que una gran idea acuda a
mi rescate. Pero sólo puedo saltar al techo de la furgoneta de la que
misteriosamente y en algún momento del que no he sido testigo, su conductor ha
desaparecido. Estando a más altura podré ver lo que está sucediendo delante,
aunque la intensidad de la lluvia casi no me deja abrir los ojos. La espuma me
hace resbalar en el intento de alcanzar mi objetivo y los esfuerzos me agotan.
No obstante he conseguido subir, pero sólo veo agua. ¡Agua y espuma! Agua que
cae atronadora e hiriente del cielo y agua que sube violenta desde el suelo.
Espuma que cubre el poco horizonte que diviso y espuma que me acorrala encima
de esta furgoneta. Los balcones y las ventanas cerradas a cal y canto. Nadie en
toda la calle. Todo ha desaparecido en este océano. Sólo queda el estruendo de
la lluvia, el fuerte chapoteo de la marea, las agresivas olas rompiendo en las
fachadas, la inmensa espuma que todo lo abarca… y el negro cielo que se desploma
sobre mi suerte, sobre la rutina de mi humilde y aburrido día de trabajo y
somnolencia. El negro cielo que escupe el absurdo de una muerte segura entre la
ignorancia, el miedo y la osada dignidad que me queda al lanzarme a este
inesperado mar blanco del que sé que nunca saldré.
FIN
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