Siempre nos estamos lamentando de todas esas cosas que nunca decimos. En presente o en pasado. De bueno o de malo.
Lo que no dijimos a aquella amiga de la juventud, con la que tantas aventuras compartimos. A la que pudimos detallar a qué sabían los besos del chico aquel de primero de ingeniería, pero a la que nunca fuimos capaces de describir ese sentimiento que nos recorrió el cuerpo cuando el curso se acabó y cada una tiró por su lado.
Lo que no decimos a esa amiga de verdad que nos acompaña en la vida cotidiana, en las rutinas. A la que nunca explicamos lo liberadas que nos sentimos después de un rato de charla o terapia, llámalo como quieras, con ella. Y a la que como ves todos los días, no necesitas besar ni abrazar.
Lo que nunca dijimos, a lo mejor, a aquel compañero de trabajo con el que tan bien nos entendíamos y con el que todo el mundo creía que andabas liada. Porque expresar sentimientos de amistad verdadera y agradecer el apoyo diario, podía confundirse con cualquier otra emoción que lo estropease todo.
Lo que nunca dijimos al despedirnos de una hermana en una estación de tren, sólo porque presuponíamos que ya lo sabía. Porque para qué emocionarnos en un momento tan difícil de separación, si estaba claro el amor entre nosotras. Porque sonaba a compromiso o a manidas frases de despedida.
Lo que nunca hemos dicho a una madre, porque suena cursi o excesivo. Porque parece que para eso, sólo están ellas, pero no tú. Porque sería quedarse desarmada, como una eterna niña, recurriendo eternamente a la madre.
Lo que nunca dijimos a aquel profesor, que se merecía más reproches que halagos, porque la autoestima de aquellos días no te dejaba proyectar convenientemente las ideas que te asaltaban tras cada riña en clase. O al estupendo educador que se dejaba la vida en cada aula pese al escándalo de unos alumnos totalmente indiferentes a sus esfuerzos.
Lo que nunca decimos a la pareja. Al principio esos sentimientos negativos, los que escondemos en el fondo del corazón, las críticas, porque es demasiado pronto para exponerlas. Porque las críticas, por positivas que sean, se toman con desagrado. Con el paso de los años, tampoco los positivos, porque ya los damos por sentado. Y los buenos detalles que deberíamos remarcar se escapan siempre deprisa de nuestro vocabulario.
Lo que nunca decimos a la señora con la que nos encontramos cada día en la tienda al comprar el pan. Porque parece que las normas de la educación se han ido diluyendo, y cuando no hay un roce continuo, es mejor disimular y pasar inadvertido.
Lo que nunca decimos en un corrillo de amigos por temor a los demás. Por temor a que los que no tengan la misma sensibilidad no entiendan la profundidad de tus palabras acerca de lo que se debate.
Lo que nunca dijimos por prudencia. Lo que nunca dijimos por vergüenza. Lo que nunca dijimos por cobardía. Lo que nunca dijimos por amor.
¿Y luego qué?
Decía un conocido cantautor español: “¿A dónde irán los besos que no damos, que guardamos?”
¿Y las palabras que no utilizamos? ¿Dónde se fueron? ¿Dónde se fue todo aquello que no dijimos?
A veces me pregunto si cuando llegue el momento oportuno se podrán decir todas a la vez. ¿Se podrán utilizar para algo tantas palabras guardadas? ¿Sabremos entonces adjudicarlas con buen tino y equidad? ¿Daremos a cada persona el adjetivo correcto que defina la emoción que nos hizo sentir cada una de ellas? ¿Llegará el día en el que todas esas palabras contenidas escapen abruptamente como si de una presa que reventase se tratara? ¿Tendremos la ocasión alguna vez de liberar tantas cosas que nunca dijimos?
Y, sobre todo, ¿habrá tenido sentido esperar tanto para hacerlo?
Y, sobre todo, ¿habrá tenido sentido esperar tanto para hacerlo?
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