Una vez soñé que estaba a punto
de disfrutar de un encuentro amoroso en un almacén de alfombras. Todas bordadas
con unos motivos persas maravillosos, de colores rojos, azules y amarillos.
Cálidas, grandes y suaves. ¿Por qué? No lo sé. No recuerdo que en esos días
hubiera estado hablando de alfombras con nadie, ni en realidad, me gustan
especialmente. Pero allí, en mi sueño, estábamos los dos, en una nave oscura,
con una ventanita por la que entraba la luz suficiente para lo que teníamos que
hacer. Él me miraba con una pasión arrebatadora, y yo me encontraba desnuda y
envuelta en una de aquellas alfombras, dispuesta a desenrollarme en cualquier
momento. Cuando mi amante se acercó a mí, el corazón que en realidad descansaba
en mi cuerpo en plena noche, empezó a acelerarse al mismo ritmo que el de mi
alter ego soñador y, entonces… algo me despertó bruscamente cortando en seco
toda posibilidad de consumar algo en lo que, parecía ser, yo había invertido
mucho tiempo.
Todavía me acuerdo de lo que
llevaba puesto la primera vez que le vi: un estilismo propio de los años
ochenta, en rojo y blanco, minifaldero. Debió ser efectivamente un modelito
memorable, aunque no creo que digno de la portada del Vogue, porque varios años
después él describiría a la perfección mis zapatos rojos a juego con mi jersey
de cuello alto.
Moreno, alto, divertido, no era
ni guapo ni feo, pero con mucho atractivo para todas las chicas con las que
había estado. Que fuera algo mayor que yo, y que estuviera siempre muy al día
en bandas de rock, grupos pop y estilos musicales en general, fue lo que me
encandiló de él desde el principio. Con aires de chico malo, algo que creo fue
trabajando hasta la perfección, siempre prometía salidas hasta el amanecer por
los bares nocturnos de moda. Y era esa imagen tan elaborada de tipo duro,
conquistador y chulo, la que sacaba a la calle habitualmente, dejando en casa
sólo para sus más allegados o mejor dicho, casi en exclusiva para los
consanguíneos, ese otro fondo más natural y sensible que cabe en todas las
personas, aunque a unas les luzca más que a otras. Pero su aire de
superioridad, perfectamente estudiado para parecer soberbio y su impostada
insolencia y arrogancia eran lo que siempre le habían hecho irresistible a mis
ojos.
Sus estudios universitarios no
le aportaban satisfacción alguna y llenaba sus horas de biblioteca, según me
contaría posteriormente, con ensoñaciones sobre otra vida alternativa. Tardaría
varios cursos en tomar la decisión más acertada para él de no engañarse con
titulaciones aburridas y abandonar, para buscar otro camino más relacionado con
sus verdaderos gustos: la música y la noche.
Por aquel entonces, cuando nos
conocimos, yo andaba huyendo de un desamor y había decidido pasar una corta
temporada en casa de unas amigas, poniendo toda la tierra que pudiera de por
medio en un último intento de cerrar las heridas de mi corazón.
A lo largo de diez años de
múltiples encuentros ocasionales propiciados por amigos comunes, ya que cada
uno residía en una ciudad diferente, tuvimos oportunidades diversas para
hablar, para salir de copas, para tomar café, para disfrutar de vacaciones
juntos, para darnos tiernos besos con pretensiones de inocencia y juego, para
enfadarnos… pero nunca solos. Nuestra juventud e inmadurez amenazaron en
multitud de ocasiones el desarrollo de una historia que nunca llegó a empezar.
Nuestra relación fue siempre un tira y afloja, ya que encontrábamos más motivos
para estar separados que juntos, pero, la tensión sexual no resuelta siempre ha
sido un nexo de unión muy fuerte entre dos personas.
Nuestras conversaciones
aparentaban ser frívolas y superficiales, y si acaso un tema nos llevaba camino
de intimar más de lo que cualquiera de los dos podía consentir, topábamos
siempre con una barrera que el otro levantaba para no permitir pasar al
adversario, ni dejarle siquiera atisbar los sentimientos reales. En el fondo
eran esas las reglas de un juego en el que tácitamente habíamos accedido a
participar los dos. Un juego que nos permitiera disfrutar sin caer en la
tentación de pretender enrolar al otro en ningún tipo de relación seria. Y era
muy divertido, hasta que uno decidía saltárselas y abordar al otro en un rincón
de cualquier garito:
-¿En realidad qué esperas de mí?
Y entonces, la quiebra de todas
esas normas mezcladas con el ron producían respuestas tan absurdas como:
–Yo nada, ser tu amigo. ¿Y tú de mí?
-Pues sólo que me trates bien
Y ese día hizo que pasaran
muchos más días, y meses y algunos años, sin que ninguno se atreviera a tener
otra conversación de tamaña osadía intimidatoria.
Y yo no quise arriesgar y él no supo si
merecía la pena arriesgarse.
Con un invierno en puertas y
después de casi dos años pasado nuestro primer encuentro tuvimos ocasión de
volver a reavivar los sentimientos. Unas vacaciones en la playa con los amigos
comunes nos iban a obligar a vernos y a soportarnos en las distancias cortas.
¡Qué suerte la mía! Tendríamos cuatro días y sólo tres noches para estrechar
lazos.
Cuando la primera noche llegó a
su fin nada había conseguido cambiar nuestra historia lo más mínimo. Yo seguía
guardando mis sentimientos apartados de la vista de los demás. De nuevo,
siempre rodeados de gente, todas las conversaciones que había estado ensayando
incansablemente durante meses no fluían en ningún momento.
La segunda noche la intimidad
salió por fin a nuestro encuentro después de cenar. Dispersos todos por la
playa, paseando a la luz de la luna, nosotros dos nos metimos en una pequeña
barca varada en la orilla para, dijimos, charlar. Por suerte, los otros
consideraron la idea tan incómoda que prefirieron una duna alta donde tumbarse
a mirar un fabuloso cielo estrellado.
-¡Qué bonito cielo! Parece que las
pudieras tocar con las manos -dije yo señalando las estrellas en un alarde de
originalidad mística después de transcurridos diez minutos los dos solos.
-¡Hay muchas cosas que parecen cercanas
pero en realidad no lo están!-dijo incorporándose. Como tú -dijo de golpe-. Nunca sé dónde estás tú.
Y entonces yo también me
incorporé, me acerqué a él y sin mediar palabra alguna empezó a regalarme unos
besos pequeños, sigilosos y dulces, por el cuello, la oreja, los labios…y de
repente unos gritos desde la orilla nos sacaron de aquel momento tan buscado:
- ¡Eh, vosotros, los de la barca! ¡Que
os vais mar adentro!
No creo que el resto sea muy
difícil de imaginar. Quizás no fueran exactamente diez minutos los que habíamos
perdido tumbados como estatuas mirando la luna. Seguro que pudimos haber
aprovechado mejor aquella soledad. Lo cierto es que ninguno de nosotros se
percató de que la marea subía y que nuestra embarcación se tornaba en una
suerte de “mini-Titanic” que dirigía nuestra incipiente pasión a un naufragio
seguro. ¡No contaba yo con ser apartada de sus brazos por un equipo de
salvamento marítimo!
El día siguiente trajo una
novedad: un fabuloso cotilleo sobre una nefasta historia de mucho sexo y poco
amor, que había estado manteniendo con una compañera de la facultad. Los amigos
se burlaban irónicos y sumamente indiscretos. Yo no quise entrar en conocer los
detalles pero los celos vinieron estúpidamente a hacerme compañía el resto de
las vacaciones. Y cuando conseguimos nuestra ración de intimidad para aquel
día, se empeñó en justificarse antes de que yo hubiera presentado el más mínimo
interés por ello. En definitiva,
disfrutamos de un rato muy entretenido de conversación sobre las relaciones
esporádicas, la pareja, la fidelidad, y otros grandes temas de interés
universal que ocuparon una sobremesa mucho más fructífera y satisfactoria
seguro, de haberla empleado en otros menesteres menos dialécticos. Por
supuesto, el llevar muchas horas juntos, solos y apartados del grupo hizo que
algunos vinieran a buscarnos por si de nuevo las fuerzas de las naturaleza
hubieran causado estragos en nuestras vidas. Unos amigos, sin duda, demasiado
preocupados por nosotros. Así terminaron unos días que sólo sirvieron para
acercarnos mucho más sin tener claro ninguno si era eso lo que en realidad
queríamos.
Y de nuevo el tiempo pasó y
cayeron varias hojas de mi calendario sin saber nada el uno del otro, hasta que
empezó la relación epistolar.
Las primeras misivas fueron de
tanteo. La intención de saber si yo iría respondiendo con celeridad y qué le
contaría, le hicieron seguir escribiendo. Luego pasamos a contarnos todas esas
“interesantísimas” actividades que hacíamos con nuestros respectivos amigos los
fines de semana. Después llegó el turno de las reflexiones filosóficas: esas
que surgen cuando se escribe a alguien a quien no ves hace mucho, y a quien
crees que puedes contarle todos los pensamientos que te cruzan de un lado a
otro del cerebro mientras escuchas un programa musical nocturno de radio y al
que prestas más atención de la debida cuando te empeñas en entender todas las
letras de las canciones en inglés y, lo que es peor aún, en relacionarlas con
todo lo que te está pasando en la vida.
– “Let it be, let it be” – nunca sabrán
ni Lennon ni McCartney la repercusión de sus palabras. ¡Aún hoy estoy tentada
de culparles por el riesgo que nunca asumimos!
Y un día llegó la carta que
esperaba.
Su habilidad para no entrar
nunca en temas de sentimientos así como su capacidad para, si acaso,
disfrazarlos de ironía, con preguntas que respondieran a las mías y rodeos que
necesitaban cantidades ingentes de pronombres relativos, no había permitido
nunca que me atreviera a inquirirle directamente algunas cuestiones del
corazón. Pero por escrito la valentía es siempre espectacular, así que yo ya
había aprovechado mi papel de flores aromatizado para decirle que era mi única
debilidad y que nunca me hablaba claro. Que siempre utilizaba comentarios
cómicos y sarcásticos para rebajar el nivel de seriedad e intimidad de sus
palabras reales. Y, como esto debió parecerle un reto, decidió zanjarlo también
por carta:
-“¿Quieres que sea claro? Pues lo voy a
ser. Estoy enamorado de ti desde el primer día que viniste a mi casa hace años
con aquellos zapatos rojos a juego con las medias y el jersey, ¿te acuerdas?
Desde entonces ocupas un sitio privilegiado en mi corazón del que no te he
podido arrancar; y conste que lo he intentado, ya que nuestra relación sería
imposible principalmente por la distancia que nos separa. Pero ni aun así, te
he podido olvidar. A esto han contribuido notablemente todos esos encuentros
casuales y ocasionales en los que hemos podido estar juntos, pero en los que
por un motivo u otro siempre ocurría algo que lo estropeaba todo. Sin embargo,
sigo esperando. Las veces que hemos coincidido ha faltado “algo” entre
nosotros, pero lo que no sé es si las circunstancias han ido escondiendo ese
“algo” o simplemente no existe entre los dos. No sé si te habrá parecido
suficientemente claro, pero yo me he quedado muy a gusto porque me ha costado
mucho escribir esto. Puede que mis palabras te pillen por sorpresa, aunque estoy
casi seguro de que no será así, pero gracias a tus consejos he podido expresar
algo que tenía en mente hacía mucho aunque nunca había encontrado el momento
adecuado para decírtelo. Ahora ya lo sabes: si quieres ser mi novia sólo tienes
que pedírmelo.”
Y remataba la carta con un
“¡Qué romántico!” muy suyo, burlón y mordaz, para atenuar la seriedad de
aquella confesión:
-Clarísimo, me ha quedado clarísimo –pensé al
leerlo-. Mucho más de lo que esperaba. ¿Y ahora qué hago yo con esto? En otras
condiciones, después de una declaración así lo suyo hubiera sido llamarle por
teléfono y haberle dicho:
– ¡Yo también te quiero! ¿Cuándo nos vemos y
consumamos este maravilloso amor?
Pero la realidad no daba margen a esa
resolución de comedia romántica. Todos los kilómetros que nos distanciaban
habitualmente tampoco ayudaban mucho. Así que lo superé con toda la dignidad
que la emoción y la sorpresa me permitieron y le contesté igualmente por carta,
fingiendo tranquilidad, y sabiendo que con aquél último comentario sólo había
pretendido dejar claro que aquello no era verdaderamente una proposición
sentimental con vistas a un futuro juntos sino sólo una confesión sin más.
Y de repente fue como si nada
nos hubiéramos dicho y nuestras cartas siguieron su curso con pasmosa
naturalidad, evitando volver a tocar el tema.
Algunos años después, con la
llegada de la navidad y sus días libres me dispuse a hacerle una visita
aprovechando la estupenda excusa de tener que pasar inexorablemente por su
ciudad de camino a mi destino vacacional. Yo me alojaría en casa de unas amigas
que no se encontraban allí, con lo cual me dejaban su piso sólo para mí. ¡Sólo
para mí! Solamente tendría una noche para buscar la ocasión de resolver aquel
entuerto que me traía penando hacía muchos meses. Seguramente no iba a ser
nunca la pareja perfecta con la que compartir un futuro, pero de lo que no me
cabía la menor duda, era de que sería uno de los encuentros sexuales más
memorables de mi existencia.
Conseguí sacarle de sus
obligaciones ya a última hora de la tarde y cenamos juntos cerca de donde yo
paraba. Como siempre, y desde el primer momento con los radares alertas a
cualquier intromisión en lo profundo del corazón del otro, nuestra conversación
era meramente informativa pero divertida. Empezamos a beber para animarnos un
poco. Nos pusimos perfectamente al día de cómo nos iba tratando la vida. Y
bebimos. Nos contamos los planes de futuro, y bebimos. Comentamos cómo les iba
al resto de los amigos y a la familia. Nos cambiamos a un local cercano y
seguimos bebiendo. Empezamos a rozarnos al hablar, y a acercarnos para oírnos
mejor. Y pedimos de beber……Y bajamos la guardia. Y yo empecé a beber de su copa
y él a probar la mía. Y nos reímos mucho. Y tan cerca, tan emocionados, tan
solos, no pudimos más que besarnos. Y ya subíamos al piso vacío de mis amigas,
inmersos en un ambiente de excitación difícil de describir, entre besos
intensos y apasionados, cuando de repente se paró en seco:
-¡No puedo!
¿Qué? Ahora que estábamos allí,
al fin, después de tanto tiempo, tan decididos y con todo a nuestro favor,
¿cuál era el problema? No estaba yo en disposición de escuchar disculpas de
ningún tipo. Ni siquiera me interesaba si verdaderamente me quería o no.
-Bueno, no es que no pueda, es
que no quiero. Y no quiero porque físicamente no voy a poder y tengo muchas
ganas de estar contigo. Lo llevo deseando desde que te conocí, pero hoy no
puede ser. Estoy muy borracho. Demasiado. Esto no va a salir bien, y no quiero
que sea así. Contigo quiero estar al cien por cien.
Yo lo intenté. Le insistí. Juro
que procuré persuadirle como mejor sabe una mujer. Pero realmente estábamos ya
los dos muy bebidos y su excitación ya no era tan evidente. Así que decidimos,
o mejor dicho, yo acaté su decisión de tumbarnos sin más, sin hacer, sin
hablar, y dormirnos. Y cuando a media noche quise darme cuenta, ya se había
ido.
Pasado el invierno, con las
flores de los naranjos y el buen tiempo llegó la mejor época para hacer
turismo. Y de repente, su decisión de pasar unos días en mi casa, con unos
amigos que se traía de no sé dónde, se me antojaba el momento perfecto para
conocernos por fin, bíblicamente hablando. Aunque de nuevo, habría que buscar
la ocasión de escapar de la multitud.
Lo pasábamos estupendamente
todos juntos: sus amigos y los míos. ¡Todos juntos! ¡Todos! Era imposible
encontrar intimidad entre tanta excursión y tantos amigos.
Hasta que por fin, una noche
después de muchas tapas y muchos vinos, al llegar a casa de madrugada conseguí
tenerle sólo para mí, en mi habitación. Esta vez no había habido tanto alcohol.
No podía haber impedimentos. Y con el pretexto de comentarle unos detalles del
día siguiente y enseñarle unos discos empezamos a hablar y a hablar, allí, a
solas por fin, hasta que decidí que ya no debíamos hablar más. Y sin duda fue
una buena decisión.
Cuando el deseo ha estado
esperando tantos años, el momento en el que se manifiesta provoca un huracán de
emociones que hace que valga la pena todo lo bueno y lo malo que has ido
acumulando, y que, incluso, descubras zonas en tu cuerpo que nunca habías
imaginado que tuvieran tantas terminaciones nerviosas. Los sentimientos tan
celosamente guardados durante años se dejan aflorar e invaden el mínimo espacio
que queda entre dos personas abrazadas. Y de ese modo se consigue ignorar lo
que se ha vivido y lo que se podría llegar a vivir.
No sonaron campanas, ni vi
magníficos fuegos artificiales, como cuentan algunas. Ni siquiera escuchaba el
jaleo de los amigos en el salón. En lo que sí me fijé bien, tumbada junto a él
en el suelo, fue en la alfombra de mi habitación. Creo que nunca antes me había
parado a mirarla con detalle, y no me había dado ni cuenta de sus colores:
rojo, azul y amarillo.
Lo que sucedió después de aquel
encuentro, realmente tan fascinante como yo había supuesto, y que había
requerido un esfuerzo de tantos años, no tiene ningún interés. Las
circunstancias de la vida nos separaron de nuevo. O quizás “The Beatles”
seguían resonando en su cabeza con mi temido “Let it be”. Y aunque en un primer
momento intentó venirse a trabajar cerca de donde yo residía, creo que el
inteligente destino no lo consideró oportuno. Algunas cartas, algunas llamadas,
cada vez más distanciadas por su parte y por la mía, pero nunca volvimos a
concretar otro encuentro.
De nuevo yo no quise arriesgar
y él no supo si arriesgar merecería la pena.
Pero en días como hoy sigue
mereciendo la pena volver a soñar con toda aquella intensidad de emociones,
despertarse con el estremecimiento provocado sólo por un recuerdo, por un sueño
interrumpido, y levantarse pensando que lo mismo aquél final no fue el
verdadero sino que eso en realidad fue solamente un sueño, y que en un rato nos
encontraremos para tomar algo, charlar, reírnos……. pero los dos solos.
FIN
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