Había una vez una niña muy delgada que
vivía en una pequeña casa del centro de un pequeño pueblo. Como era tan diminuta
no necesitaba mucho espacio para vivir aunque como tampoco tenía más hermanos no
lo necesitaba.
Cuando nació y la vieron
tan microscópica, a su madre le dijeron que sería muy peligroso seguir teniendo
hijos porque ninguno crecería y todos acabarían desapareciendo. Por eso
decidieron que fuera hija única. Era tan extremadamente delgada que todos se
empeñaban en decirle a todas horas que debía de comer mucho más y de todo lo
que tuviera más grasa para que así pudiera crecer y engordar. Sin embargo y
pese a que ella era una niña sana y no necesitaba más de lo que a diario ya
comía, día tras día iba encogiendo.
Primero fueron sus manos, en las que la
carne se iba consumiendo, dejando solo a la vista unos dedos largos y huesudos
que habrían asustado incluso a las brujas de los cuentos. Después los pequeños
huesos de los tobillos que sobresalían con insistencia por la lona de sus
zapatillas. Cuando las rótulas dejaron de tener fuerza para sujetar aquel
cuerpo esquelético, el diámetro de su cintura era perfectamente abarcable por
las manos de su madre. Y aunque ella era una niña feliz y llevaba una vida
normal, los cambios en su organismo seguían produciéndose en orden inverso al
del resto de los niños. Incluso a veces ella misma proponía juegos con su
propio estado, como el de contar las vértebras de su columna o las costillas de
su costado, mientras sonreía dejando ver unos largos dientes que parecían
abandonar con prisas sus encías. Ningún médico de entre los más estudiosos de
su país, a los que sus padres se empeñaban en llevarla, eran capaces de
entender el extraño problema que la niña padecía, y sólo podían sentenciar al
terminar todos los exámenes que llegaría el día en que ella desaparecería.
Cuando la carne casi no existía en su
persona y los músculos se habían ido achicando ya los órganos traslucían por la
piel, aunque todavía podía hacer una vida normal. Pero en poco espacio de
tiempo todo empezó a empequeñecer proporcionalmente y la niña también perdió
altura. Sus padres ya no le celebraban nunca un cumpleaños y a cambio le
perdonaron que no quisiera ir al colegio. Lo único que nunca le había dejado de
crecer era el pelo. Así que su madre tenía una lucha incesante tijeras en mano
para mantenerlo a la altura de sus hombros y que nunca se lo llegara a pisar ni
le pesara más que el resto del cuerpo.
Todo continuó por unos breves años
haciéndose gigante a su alrededor desde su perspectiva, mientras ella encogía y
encogía sin motivo ni razón. Hasta que una noche de verano, con una inmensa
luna y un cielo raso repleto de pequeñas estrellas la niña soltó un tímido y
discreto adiós y simplemente desapareció.
Y nunca a nadie, a nadie volvió a
sucederle algo así, y nunca nadie, nadie supo explicar por qué.
FIN
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