No
sé cuántos charcos habré esquivado en mi vida. Muchos, quizás demasiados, para
los que en teoría debería haber encontrado a lo largo y ancho de un mundo
ampliamente asfaltado. Pero los he olvidado, nunca los conté. Sin embargo los
que nunca he olvidado son todos los que sí pisé. Todos y cada uno de aquellos
charcos en los que hundí mis pies de niña con y sin botas de goma. Tantos
charcos disfrutados a saltos o de puntillas en la adolescencia, al igual que
los salpicados o bordeados en la madurez. Esos los recuerdo todos. Son imágenes
nítidas, recurrentes que, en mi cabeza, conforman
las distintas etapas de mis ya abundantes años.
Los
mejores siempre los de la infancia. Esos charcos gozados a escondidas de los
ojos represivos de los padres: charcos atrayentes como el brillo de los
diamantes ocultos. Eran charcos casi siempre compartidos. Reflejos de una vida
de juegos despreocupados, donde la profundidad, la suciedad del agua, o las
consecuencias de empaparse en ellos nunca eran importantes. Lo único importante
era vivirlos. Con prisas, con brincos, con ansias, con piedras, con zancadas. Los
charcos de las risas y los chapoteos. Charcos creados hábilmente por la
naturaleza para poder tener botas especiales. Esas con las que eras la reina
del colegio porque, con ellas, tú podías pisarlos. Los mismos charcos que
empezaban a delimitar las dificultades de los grandes problemas que habría que
sortear en la vida; unos pequeños y fáciles y otros inmensos como los Grandes
Lagos.
Después
llegaron los charcos de las gamberradas. Los de molestar a los viandantes
salpicando sus abrigos. Charcos en los que se podían encontrar pequeñas ranas y
otros bichos asquerosos para todos los que no sufrían la pubertad. Agua
estancada en la que igual se podía jugar a hacer saltar piedras, que a las
grandes batallas navales de papel. Todo en función de su tamaño y de la zona en
la que se encontrara. No podías comandar tus naves igual en el charco de la
acera al salir de tu portal, que en el gran charco arenoso del parque, donde
además el peligro a encallar siempre acechaba a tus galeones.
Con
el coqueteo y los primeros besos fui pisando distraídamente los charcos de la
juventud. Los charcos sembrados en mi camino hacia los amigos y las fiestas.
Esos en los que comprobar hasta dónde podía llegar la galantería de un
enamorado que no tenía inconveniente en cogerte en volandas para que no te
mojaras los pies. Aprendí que hay charcos que no mojan aunque llueva y llueva,
porque tus ojos mantienen conversaciones eternas con los ojos de otro. Justo al
contrario de esos otros charcos que empapan en las esquinas de chascarrillos y
cigarros con el paso de cualquier coche que no entiende de la necesidad de
arremolinarse al salir y al entrar del instituto. ¡Y qué descubrimiento el de
aquellos charcos bajo los bancos del parque! Nadie sabía nunca de dónde habían
salido, ni en qué momento se habían formado, porque sentarte en un banco con
los colegas en horas interminables, aunque estuviera mojado, te convertía en
ciego e insensible a la humedad de alrededor.
Más
cercanos ahora, recuerdo los charcos ajenos. Ajenos a mis calles y a mis
plazas. Charcos de otras calles, de otros países, donde la corriente de unas
posibilidades de futuro, reales o inventadas, habían llevado mis botas de goma,
ahora de tacón. Y al meter los pies en ellos, una primera vez, los creí
diferentes, distintos a mis charcos conocidos, tan familiares. Pero tras la
primera, llegó la segunda vez, y luego la tercera, y aquellos charcos tan
nuevos, anegaron mi nueva vida, mis nuevos sueños con rutinas y cotidianeidad.
Y volví a saltarlos y a bordearlos con energías renovadas. Descubrí en ellos
niños saltando y chapoteando, críos botando barcos y lanzando piedras. Vi a
tiernas parejas pisarlos distraídos al calor de un arrebatado beso y a
conductores indiferentes lanzando sus gotas sin piedad contra todos los de
alrededor.
Puedo pasar horas mirando charcos. Los de las calles, los de los descampados, los del parque, los que brotan junto a las fuentes, los de las grandes tormentas y también los de las cañerías rotas. Agua que no sabe a donde ir, y que siempre está en el mismo sitio. Puedo pasar las horas muertas mirando las ondas concéntricas que se forman en su interior, o contando los que se han formado tras un día de lluvia mientras corro para llegar al trabajo. Los charcos son para mí recuerdos y promesas. Son lo que he vivido y lo que viviré. Por ello, las fotografías de Rafael Liaño, de charcos escogidos entre miles, son capaces de transmitirme todos esos sentimientos que he ido acumulando en la mochila de mi experiencia vital. Son cuidados ventanales en los que detenerme a mirar y recrearme en esas porciones de naturaleza con una especial vida propia. Su cámara ha conseguido empaparse de imágenes que son verdaderas historias que pisar y gotas que compartir.
Puedo pasar horas mirando charcos. Los de las calles, los de los descampados, los del parque, los que brotan junto a las fuentes, los de las grandes tormentas y también los de las cañerías rotas. Agua que no sabe a donde ir, y que siempre está en el mismo sitio. Puedo pasar las horas muertas mirando las ondas concéntricas que se forman en su interior, o contando los que se han formado tras un día de lluvia mientras corro para llegar al trabajo. Los charcos son para mí recuerdos y promesas. Son lo que he vivido y lo que viviré. Por ello, las fotografías de Rafael Liaño, de charcos escogidos entre miles, son capaces de transmitirme todos esos sentimientos que he ido acumulando en la mochila de mi experiencia vital. Son cuidados ventanales en los que detenerme a mirar y recrearme en esas porciones de naturaleza con una especial vida propia. Su cámara ha conseguido empaparse de imágenes que son verdaderas historias que pisar y gotas que compartir.
(Texto escrito para el catálogo de la serie de fotografías de Rafael Liaño titulado "Charcos". La foto forma parte de dicha colección. Puedes ver más de su obra en facebook)
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