Encendía la luz de la habitación, abría su ordenador portátil y se sentaba en la mesa junto a la ventana. Todas las noches el mismo ritual. El sonido del aparato al encenderse era para ella el aviso de que la noche zarpaba rumbo a algún viaje desconocido.
Conectada a distintas páginas y contestando su correo personal esperaba que fuera avanzando el tiempo para que en un piso más arriba enfrente del suyo, se encendiera la luz. Cuando aquello sucedía, su cuerpo se estremecía y se estiraba en la silla lanzando su mirada a través del cristal como incisivos rayos láser. Entonces se levantaba y descorría el ligero visillo que reservaba su intimidad de la vista de los vecinos. Apagaba la lámpara del techo y encendía una pequeña luz en una mesita para hacer la habitación más acogedora. Desde la ventana opuesta la rutina seguía el mismo patrón: una vez sustituida la luz principal por otra más tenue, la cortina se apartaba, y la silueta de otra persona quedaba expuesta ante sus ojos.
En ese momento recibía un aviso desde aquel foro de “vigilantes nocturnos”, como se hacían llamar sus usuarios, al que ella accedía con su clave, “sinuosa2”, que la alertaba de que el espectáculo podía comenzar.
Esa noche era su turno.
Su “vigilante” particular le enviaba la música deseada, y ella se levantaba a bailar. Con suaves movimientos se balanceaba delante de la ventana junto a su ordenador. Podía intuir la figura que la observaba. Un chico joven por su complexión, de pelo largo y largos dedos que veía mover en la penumbra acompañando a la misma música que seguramente también sonaría para él. Era fácil llevar el ritmo de aquella melodía escogida para hoy. Se dejaba llevar cerrando los ojos mientras iba recorriendo su cuerpo con las manos. La excitación de saber que estaba siendo observada, que él estaba ahí, sin estar. Que se pondría a mil y no la tocaría. Poder disfrutar en soledad de la compañía distanciada de un desconocido. No había opción a una imagen clara. Las cámaras estaban prohibidas en aras de enardecer aún más la necesidad de desear el objeto que no se alcanza.
De repente, un mensaje
instantáneo saltaba en una esquina de su pantalla: “¡Fuera la blusa!”. Una
orden tajante y fría, sin voz que la modulara. Pero la emoción seguía y
calentaba el ambiente para ambos. Y ella desabrochaba uno a uno los botones
mientras continuaba con un contoneo que hacía surgir toda su sensualidad y
ofrecerla a esa sombra anónima que, unos días antes, había hecho lo mismo para
ella. Y bailaba de un lado a otro de su cuarto. Y sentía que el calor inundaba
su cuerpo, su piel se erizaba, el deseo la iba embriagando como un buen vaso de
vino. “Enséñame tus pechos”. Otra señal de su deseo. Negro sobre blanco. Sin
vida, pero ardiente. La danza cegaba su razón, y ya sin sujetador se acariciaba
una y otra vez, sintiendo su placer y su necesidad de más. A veces abría los
ojos y miraba más allá de aquella ventana. La gente que pasaba por la calle,
los otros vecinos que, quizá sabedores de aquella fiesta íntima y para todos,
podrían disfrutar por igual. “Pídeme algo más”, se animó a escribir para su
vigilante especial. Su compañero de viaje le envió una nueva canción. Una
sintonía más para aquel espectáculo que gustaba a todos. Ella se movía y
bailaba, y se tocaba; y se desnudó por completo, despacio, cadenciosamente. Y
se sentía vibrar. Se gustaba. Le apetecía su cuerpo. “Dame todo lo que llevas
dentro. Dame tu orgasmo más profundo”. Aquella figura de la ventana contraria,
había dado una orden más pero se había levantado, se había quitado la camisa y
los pantalones y jugaba con su cuerpo igual, en un baile litúrgico. Ella le vislumbró
completamente excitado, con su sexo dispuesto al amor si ella hubiera estado
disponible. Con movimientos espasmódicos, la acompañaba en aquel baile sin
roces. Su sofoco no se apaciguaba y la mecha prendida estaba a punto de hacer
explotar aquellas ansias de manosear al contrario y apartar la contención y el
aislamiento.
El juego estaba a punto de acabar.
Ella no aguantaba por más tiempo y ya no quería bailar. Quería poner fin a su
efervescencia y su delirio. “Voy a terminar”, escribió casi con esfuerzo. “Dame
un poco más. Sólo unos minutos” rogó su amante en la red. Y ella hizo sonar la
última canción recibida: la voz sensual de un hombre joven que susurraba y jadeaba.
Una canción sin música, una voz que no le hablaba, pero que encendió en ella la
fiebre. El joven del otro lado musitaba su nombre en la grabación, su nombre
auténtico. La llamaba y clamaba sus besos, le proponía dulcemente cómo y dónde
tocarse. “No te sientes, Susana. Mírame. Búscame con tus manos en el cristal.
Tócame desde ahí. Susana. Déjate amar.” Sus gemidos, exhalados a través de los
altavoces del ordenador, la excitaron todavía más. Sintió su cercanía, una
familiaridad que la invadió plenamente, casi asustándola. ¿Por qué la
interpelaba tan directamente? ¿Se conocerían? Estos bloques de pisos tan altos,
colmenas de personas, tantas ventanas. No podía dejar de pensar en ello. ¿Y si
ella también le conocía? Preferiría que no fuese así.
Pero la pasión no se contenía más.
El vigilante de palabras cálidas seguía en pie en su ventana, y ella continuaba
moviéndose, desnuda, apoyadas las manos contra el cristal, hasta que necesitó
una de ellas para liberar su furor en un arrebato violento, acompañado de
gritos y sacudidas que dejaron paso al éxtasis. “Gracias Susana”. La grabación
había calculado el tiempo exacto en el que ella terminaría su actuación. Entre
las sombras de la noche y el vaho que ahora empañaba su cristal, percibió un
beso que su agradecido compañero le lanzaba con las dos manos. La luz de
enfrente se apagó.
A la mañana siguiente para el
mundo seguía la vida como si nada hubiese sucedido en aquella habitación, en
aquella calle, y para Susana, la rutina del trabajo y su día a día.
Volvió a casa aquella tarde,
aún pensando en su desconocido vigilante. Había sido una experiencia nueva. La
sensación de saberse descubierta la había hecho disfrutar aún más. Y en estos
pensamientos se encontraba enredada mientras terminaba sus compras para la cena,
cuando con el cambio, el panadero la miró a los ojos y entregándole las monedas,
rozó suavemente su mano diciendo un cálido “gracias, Susana”.
FIN
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarGracias, Salamandra ;-)
EliminarTú vales mucho.
De nada! :)
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