El pueblo del sur donde había nacido
Margarita no era tan pequeño como se decía. Tenía una plaza, un pilón, una
iglesia, una escuela, un bar, un pequeño estanco e incluso un cementerio. Había
pueblos alrededor mucho más pequeños que el de ella. Margarita lo tenía claro
porque a su pueblo venían muchos niños de otras aldeas a la escuela y también
gente mayor a comprarle tabaco a la estanquera que era una tía lejana suya.
Aunque ella no sabía muy bien lo que era el tabaco, porque todavía era pequeña.
Cuando ella vino al mundo, su pueblo
estaba un poco revuelto. Muchos de los hombres ya no estaban viviendo allí,
como su propio padre o su tío. Se habían tenido que ir a luchar. Eso tampoco
sabía ella lo que era, pero la cuestión era que su padre no estaba con su
madre. Y su madre apenas estaba con ella porque tenía que trabajar. Menos mal
que su abuela la cuidaba bien. A ella y a sus hermanos. Margarita era la mayor
de siete hermanos separados por muy pocos años unos de otros. Aunque su niñez
terminó el día que tuvo que empezar a cuidar de ellos. Con la muerte de la
abuela, cuando ella hubo apenas cumplido los once años, había pasado de los
maravillosos días de sentirse protegida y atendida, a los duros días de ser la
protectora de la familia.
Sin embargo, hasta aquel momento había
sido muy feliz. Pobre, pero feliz. Y eso que ella pertenecía a una de las pocas
familias del pueblo que por lo menos tenían tierras y negocio propio, y por
añadidura ningún problema para comer. Su padre había tenido una herrería, que
antes había sido de su abuelo, y a ella le gustaba al venir de la escuela
ayudarle con el fuelle, tirando de una cuerda que pesaba casi más que ella.
Margarita era guapa, no muy alta,
pizpireta y educada. Había sido una niña muy popular desde que con dos meses
comenzase a hablar y a expresarse como si tuviese cinco o seis años. La primera
palabra que había pronunciado había sido el nombre de su padre. La pronunciaba
mirándole a los ojos a su paso por la habitación donde ella permanecía jugando.
Y a su padre le aterraba. Margarita era tan pequeña, y parecía saber tanto, que
daba un poco de miedo a las personas mayores. En otra ocasión, aún sin cumplir
el medio año, había sido capaz de pedirse ella misma el color de los zapatos en
una tienda de la capital. Cuando la dependienta se le había acercado sonriendo
y haciéndole mojigangas a la vez que le preguntaba “¿de qué color los prefieres
bonita?” , por supuesto convencida de que la que contestaría sería su madre, no
había podido por menos pegar un brinco hacia atrás y quedarse petrificada al
oírla decir con decisión: “rosas”. Aunque todo esto no le traería a Margarita
nada bueno, sino todo lo contrario. Si hubiera sucedido en la época actual,
ella habría sido una tremenda niña prodigio que colapsaría los programas de
todas las televisiones; pero a principios de la guerra civil era muy difícil
que los logros lingüísticos de una niña trascendieran más allá de unos pueblos
a cuatro o cinco kilómetros. Con todo, el que se enteraba de aquello venía a
verla. Margarita pasaba los días junto a la ventana que daba a la calle, metida
en el parque que su padre había hecho para ella. Desde allí escuchaba a las
niñas entonar sus canciones para jugar, sus historias rimadas y recitadas con
voces chillonas, y Margarita las repetía todas. Y entonces ellas entraban a
verla y la provocaban para que las repitiera incansablemente. Hasta que la
fiebre se apoderaba de su pequeño cuerpecito y los ojos le brillaban en exceso
a causa de una enfermedad que el médico no acertaba a reconocer, pero que la
hacía desfallecer tras el esfuerzo. Así que Margarita tuvo que aprender a
callarse, a contener su verborrea sin fin y a crecer como una niña “normal”.
Aunque en ocasiones no podía evitar asombrar a sus familiares con alguna que
otra extraña habilidad, como la de hacer premoniciones sobre lo que la vida iba
a ir deparando, siendo capaz de alertar a su madre una tarde de la llegada
anticipada de su padre y su tío de alguna batalla de esas que ella no entendía
a describir muy bien. No podía evitarlo. Era otra de sus asombrosas destrezas.
Los pocos años que pudo disfrutar de ir
a la escuela, Margarita los aprovechó bien. Pero ella hubiera querido estudiar
mucho más y llegar a ser como el médico, para curar a la gente y ayudarla. Aunque
eso también lo hacían otras personas como su profesor y el cura a quienes ella
admiraba profundamente. En aquellos años de guerra y necesidad ellos formaban
un equipo perfecto que iba ayudando a los vecinos del pueblo en la medida de
sus posibilidades o, mejor dicho, de sus capacidades para convencer a donantes
o recoger cosas usadas. Llevaban alimentos a los más necesitados, zapatos a los
niños que llegaban a clase descalzos, muebles aunque estuviesen por restaurar a
quienes no tuvieran y, casi siempre, intermediaban para encontrarle trabajo a
todo el mundo. La potente capacidad intelectual de Margarita la llevaría a
absorber rápidamente, no sólo los conocimientos básicos de geografía y
matemáticas sino a aprehender de la vida las lecciones más necesarias para
sobrevivir. Por eso, cuando llegó su momento de abandonar la escuela, Margarita
tenía los suficientes recursos como para defenderse sola en un mundo adulto,
desolado y carente de alicientes para una niña de doce años.
Los años de la posguerra fueron duros
para todos. Pero el mundo rural aún pasaba más penurias que las capitales por
pequeñas que fueran. Así Margarita se veía abocada con frecuencia a largas
caminatas de un pueblo a otro en busca de los alimentos de primera necesidad
que en el suyo escaseaban o que ni siquiera llegaban porque las cartillas de
racionamiento lo impedían. A veces, con dos o tres de sus hermanos más pequeños
a cuesta. Pese a todo Margarita seguía con su vida con decisión, a espaldas de
los sucesos políticos que la rodeaban, pues aquello era algo que no terminaba
de entender por mucho que su espabilada cabecita le diera vueltas y más
vueltas.
Y Margarita creció. Y con ella sus
obligaciones de mantener a la familia, ya que con lo que su madre llevaba a
casa no llegaba para todos. Su padre aparecía y desaparecía por el pueblo con
la misma rapidez que algunos perros subían y bajaban la plaza. Con lo cual ella
tuvo que ponerse enseguida a trabajar y para ello, habiendo mediado su amigo el
médico en buscarle un buen destino, desplazarse a un pueblo mucho mayor donde
la prosperidad de las familias pudientes la acogiera como sirvienta.
Desde el primer momento que se vio
sola, no tuvo ningún tipo de problema. Sabía desenvolverse a la perfección y la
oportunidad de trabajar con gente culta y distinguida sólo iba a incrementar en
ella su deseo de aprender y mejorar.
Aunque la distancia física con su madre y sus hermanos no era grande,
emocionalmente Margarita los sentía lejanos. Además, su madre se ocupaba de
escribirle con asiduidad para, en lugar de darle ánimos y reconfortarla,
recordarle el dinero que debía mandar a casa, y de paso llenarle el corazón con
sus problemas y tristezas, como si ella no hubiera estado mucho más necesitada
de cariño que un adulto. Pero Margarita, tan inteligente como siempre, supo
encontrar todo lo bueno y positivo que la vida que tenía por delante le
ofrecía. Enseguida se ganó tanto el cariño de los marqueses a los que atendía
como el del resto de sus compañeros de servicio. Devoraba con fruición los libros
que el señor de la casa le prestaba, y aprendía del mayordomo los
comportamientos y actitudes correctos que se debían mantener en la mesa. Y de
ese modo pasó enseguida de criada, a ama de llaves y de ahí a tutora de los
niños de la casa.
Margarita estaba demasiado acostumbrada
a bregar con niños, como para tener algún impedimento en hacerlo bien. Cariñosa y atenta, los pequeños no tardaron
en cogerle aprecio y en querer estar con ella a todas horas. Lo mismo que el
mayordomo de la casa. Un hombre apuesto y serio, bastantes años mayor que ella,
pero al que Margarita encontraba atractivo y sobre todo protector. Sin embargo
el momento de entregarse al amor todavía no había llegado para ella. Sus
hermanos centraban aún toda su atención y empeñada en sacarlos adelante, había
conseguido para dos de ellos trabajo en el cortijo de unos amigos de sus
señores, también de clase alta.
Allí ya no pasaba necesidad y además,
desde allí podía seguir ayudando a todo el mundo, como ella había deseado desde
pequeñita, primero enseñando a leer a la cocinera y segundo colaborando con su
señora en todas las obras de beneficencia en la que ésta se implicaba. Y fue en
una de estas acciones donde conoció a la que sería su siguiente jefa. Una
simpática mujer mayor que regentaba una guardería de auxilio social, donde todo
tipo de críos se agolpaban para ser atendidos de las necesidades más básicas
mientras sus familias se buscaban la vida. Tanto la había alabado en público su
señora, que un día demandaron sus servicios para trabajar en la casa de niños.
A Margarita le apetecía el cambio, aunque aquello no era una cuestión a
valorar, pero ganaría más dinero, que era su prioridad absoluta, y tendría algo
más de tiempo libre. Además eso le daría la oportunidad de empezar a vivir en
su propia casa, una aventura que ella estaba ansiosa por iniciar.
Mientras tanto, los tiempos difíciles
seguían su curso hacia una todavía muy lejana tranquilidad democrática, y
Margarita seguía atendiendo a los niños de la guardería librando una tarde cada
semana y cada quincena un día entero, el cual aprovechaba para ir a ver a su
madre y a los hermanos pequeños que aún continuaban, sin hacer nada más,
corriendo por la plaza de su pueblo natal. Su madre había perdido
definitivamente el rastro de su padre y se había dejado abatir por una pena que
no estaba en disposición de permitirse. Con las mismas de siempre Margarita
volvió a hacerse cargo de la situación y se llevó del pueblo a sus dos hermanas
en edad de trabajar y las incorporó también, con la aprobación de su directora
por supuesto y su entusiasta recomendación, a la nómina del personal de la
guardería. Con lo que no contaba Margarita era con los trapicheos que, desde
las altas esferas que controlaban este tipo de servicios asistenciales, se
realizaban con los seguros y salarios de las trabajadoras. De modo que pese a
su perspicacia, fuera ya muy tarde, muchos años después, cuando descubriera que
ella nunca había cotizado esos años trabajados pero que sin embargo firmaba
para que otra mujer estuviera ahora disfrutando de una jubilación que ella
nunca podría reclamar. Al menos fueron años muy felices, en los que convivió en
armonía con sus hermanas y en los que pudo dar rienda suelta a su capacidad
para contar historias y entretener así a los desvalidos niños que encontraban
en ella a la mejor sustituta de unas madres con las que apenas compartían nada.
Hasta que una de sus habituales e
inquietantes premoniciones la condujo urgentemente de vuelta a su pueblo para,
junto a todos sus hermanos, poder despedirse de su madre antes que una neumonía
se la llevara sin remedio al día siguiente de su llegada. Casualmente fue en
esos días de luto en los que su padre apareció de nuevo para liquidar los temas
de herencia y dejar a Margarita y a sus hermanos sin reales y sin su hogar de
toda la vida para, del mismo modo, volver a marcharse sin más explicaciones.
De
nuevo, el destino dejaba a todos los hermanos a cargo de Margarita, que no tuvo
otra opción que llevarse con ella a los hermanos que aún se encontraban en el
pueblo y empezar a buscarles trabajo. Por suerte, había hecho tantos contactos
y ganado tantos afectos que no le costó apenas esfuerzo. Y al final pudo tener
a todos colocados y al pequeño estudiando todo aquello que ella no había podido
estudiar.
Ya con una dictadura muy asentada y con
unas leyes muy difíciles para el desarrollo completo de la mujer empezaron a
llegar los amores. Primero para sus hermanas, que partieron del regazo de
Margarita hacia los brazos de encantadores caballeros educados en el machismo
imperante en la época. Después, fueron los chicos los que rondaron otras casas
y se emparejaron para dejar el nido. Y mientras, Margarita continuaba con su
labor de tirar de la vida, a la vez que la vida iba tirando de ella.
El mayordomo de su primera casa la había
estado visitando una vez al mes, en los últimos dos años desde que ella se
fuera, con el pretexto de llevarle las rosquillas que la cocinera hacía para
ella y los saludos del resto de compañeras. Empecinado en su cariño, el señor
Miguel no había desfallecido en su propósito, e incluso alguna que otra vez
había osado invitarla a pasear. Algo que por supuesto Margarita no hubo
aceptado hasta tener a todos sus hermanos bien situados. El sentimiento de
abnegación y trabajo, la responsabilidad de hermana mayor protectora y la
obligación que ella entendía tenía hacia su familia, la habían hecho renunciar
a muchas cosas en su corta vida, y Miguel era, por supuesto, una de ellas. Pero
llegado el momento en el que su conciencia le dio el permiso oportuno,
Margarita decidió que ella merecía también ratos de ocio y coqueteos. Y así
descubrió al hombre sencillo, amable y respetuoso, que se parapetaba detrás del
uniforme del personal de servicio de los marqueses. Y aquel hombre le gustó.
Miguel la fue ganando con conversaciones inteligentes y largos paseos, ahora
ya, una vez a la semana. Y Margarita decidió contarle su secreto.
Enfrascada en seguir aprendiendo, no
sólo no había dejado de leer y cultivarse, sino que, rascando horas al sueño,
se había interesado por escribir sus propias historias, las inventadas pero
también las vividas. Con unos ahorrillos que había conseguido sisar a su
pequeña economía doméstica, se había comprado una máquina de escribir y había
aprendido a manejarla con soltura, que no con técnica ni maestría, pero con
suficiente destreza como para llevar acumulados cientos de relatos. Y todos
esperaban escondidos en el cajón de la mesita de noche, los ojos adecuados y
sabios que, para Margarita, fueran merecedores de su lectura. A Miguel le parecieron tan maravillosos y
emotivos que, tras meses de convencerla casi con más esfuerzo que para salir
solos de paseo, consiguió que le permitiera mostrárselos a sus señores los
marqueses con la esperanza de que ellos pudieran encauzar aquella pasión creativa
de su ya amada prometida.
Los cuentos para niños fueron lo más
abundante de su legado. Pero las pequeñas historias sobre las vidas de todos y
cada uno de sus hermanos, sobre sus sentimientos hacia una guerra vivida en sus
propias carnes, sobre las miserias de los habitantes de las pequeñas
poblaciones, sobre la pasión y vocación de un profesor corriente de pueblo que
había alimentado y vestido a muchos críos, y todas las anécdotas que Margarita
recordaba de su infancia, se hicieron grandes cuando vieron la luz impresas
entre tapas duras.
Las semillas que ella había ido
plantando a lo largo de su vida, comenzaron a dar sus frutos en cuanto los
marqueses, gratamente sorprendidos del talento de Margarita, removieron cielo y
tierra para ayudarla en su intención de hacerse escritora. Y al tocar en las
puertas correctas, las posibilidades se abrieron ante ella como flores de las
que libar sin descanso. Con el amor y apoyo de su marido Miguel, el ánimo de
sus hermanos y el cariño de todos sus amigos, las historias de Margarita fueron
pasando de librería en librería y de mano en mano rápidamente. Y ella supo
encajar el éxito con la misma modestia y alegría con la que había ido encajando
las adversidades de la vida. Ya no tenía por qué callar tantas palabras que se
agolpaban en su cabeza, y su nuevo estatus social fue tomado como un regalo con
el que poder seguir atendiendo a los suyos, los de sangre, pero también a todos
aquellos más cercanos que pasaban necesidad, sobre todo los niños.
Por eso, el día del entierro de
Margarita, justo un día después de cumplir los ochenta y cinco, fueron muchos,
muchísimos, los centros escolares que quisieron rendirle un homenaje, y en
todos ellos se leyó algún cuento infantil de los muchos que ella había regalado
en su larga, feliz y fructífera
existencia. Relatos todos repletos de esperanza, fuerza, optimismo y vitalidad,
las grandes cualidades que, desde que nació, había tenido una niña un poco
especial llamada Margarita Milar.
FIN
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