Si los sueños buenos, los divertidos y positivos pudieran, al igual que los recuerdos, almacenarse enteros en algún rincón del cerebro, los míos con algunos momentos de mi vida, lo llenarían por completo. Supongo, por otro lado, que como los de casi todo el mundo. Pero no. Los sueños se olvidan, y cuando quieres revivirlos es difícil hacerlo sin perder muchos detalles. Puedes acordarte de algunas escenas, como si fueran trozos de esas películas que ves adormilada en el sofá, ya cansada, por las noches.
Sin embargo, cuando un buen sueño se
va transformando en el transcurso de la noche en una pesadilla que te atormenta
y te amenaza con hacerte sufrir, no tiene sentido obligar a tu cuerpo a
permanecer tumbado, ni dormido en ese limbo de ansiedades, y él mismo se
termina rebelando y despertando bruscamente para no seguir provocándose esa
angustia. E incluso, hay ocasiones en las que amanecer llorando es lo más
gratificante que te puede suceder porque significa que, por fin, ese sueño
terminó.
Porque por fortuna, los sueños no
predicen el futuro. Ni tan siquiera respetan el pasado.
No recrean en nuestras cabezas en mitad del letargo,
esas escenas de nuestra vida tal y como fueron. Tampoco dibujan la ilusión de
lo que anhelas tal y como lo deseas despierta. Pero siempre componen algo
interesante: escenografías de la vida, trozos de un puzzle. Y como en las
buenas series de misterio siempre nos dejan pistas de lo que deambula por
nuestra cabeza. Son sólo retales oníricos de la vida propia, de la que ves
vivir a los demás, de la que has leído, de la que anhelas, o incluso, de la que
odias.
Pero yo quiero seguir soñando. Y
quiero seguir recreando mis sueños. Sentir que tengo algún tipo de poder sobre
ellos y que, aún despierta, soy capaz de proporcionarles un sitio donde existir
y crecer libremente: mis relatos.
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