miércoles, 20 de febrero de 2019

* EL MISTERIOSO DIBUJANTE




En todos los viajes que Mauricio hacía en tren tenía el mismo problema: se quedaba dormido aunque no quisiera nada más salir de Madrid, incluso aunque hubiera descansado a pierna suelta el día anterior. Y no le gustaba nada que le pasase porque roncaba demasiado fuerte y sabía que importunaba al resto de viajeros de su vagón. Y en un señor de su estatus y con su clase le parecía un fallo imperdonable.  Con esa intención intentaba entretenerse al máximo durante todos los minutos que tenía que permanecer a bordo. Leía y hacía crucigramas o se levantaba a menudo a la cafetería y al aseo, pero todas esas actividades nunca cubrían el trayecto completo. Por eso decidió retomar su hobby de juventud: dibujar. Eso sí que le mantenía despierto y le apasionaba. 


¡Hacía tantos años que había abandonado aquello! Pensándolo despacito no sabía muy bien por qué lo había dejado, ya que le relajaba y entretenía a partes iguales. Así que cargado en este nuevo viaje con su cuaderno de dibujo y sus lápices se dispuso a retomar su afición plasmando su entorno. Comenzó por los accesos a la estación, los pasillos largos, los trenes esperando en los andenes. Bocetos rápidos para ir cogiendo soltura, para recuperar la destreza que según todos le caracterizaba. Ya en el interior, después de pasar una hora larga observando a los pasajeros que le rodeaban se animó a garabatear la anatomía de una chica que, en el asiento al otro lado del pasillo, se enfrascaba en teclear en su móvil. Consiguió sin dificultad esbozar la silueta y definir los rasgos de su cara. Y aunque no puso mayor interés en detallar su vestido, ni delinear sus manos juguetonas o rematar sus estilizadas piernas, quedó satisfecho con el resultado. Así que decidió caminar un poco hasta la cafetería para celebrarlo con una buena cerveza. Por supuesto sin soltarse de su libreta y su lápiz. Ya sobre la estrecha barra pegada a los grandes ventanales del vagón y, mientras saboreaba su refrescante bebida, volvió a la carga dibujando a la camarera que, visiblemente desocupada, miraba al infinito abstraída por pensamientos del todo ajenos a sus clientes. Esta vez se sintió asombrado de la velocidad a la que sus dedos corrían por la hoja en blanco reproduciendo el rostro de la chica con exquisita precisión. Estaba claro que no había perdido sus habilidades. Decidió no extenderse en su cuerpo y sombreó vagamente los volúmenes, con cierta prisa por volver a tomar asiento. Una cosa era no dormirse y otra diferente pasar mucho tiempo de pie.
De vuelta a su butaca resolvió algunos crucigramas, leyó un periódico de los que se dispensaban en clase preferente y con la alegría de un niño pequeño se abalanzó sobre sus materiales con ansias. Aprovechó la parada del convoy para el cambio de vías y se enfrascó a toda página en la recreación de un paisaje de secos pastos y lejanos cortijos a los que quiso dedicar minuciosidad e incluso cariño. Sin embargo de repente su buscada concentración se vio alterada por los gemidos de la chica que poco antes había dibujado, y que ahora se quejaba de fuertes dolores en las manos. No sabía por qué le estaba sucediendo pero no era capaz de sostener su teléfono y decía sentir arder todos y cada uno de sus dedos incluyendo los de los pies, que también le estaban empezando a doler. Enseguida acudió a ella el personal de a bordo que intentó calmarla y que ante su insistencia, aprovechó la parada del tren para ayudarla a bajar y dejar que la atendiera la ambulancia que, por alguna razón que Mauricio desconocía, ya se encontraba allí. Pasado el tiempo pertinente para iniciar el viaje, la chica no volvió a embarcar y el tren continuó su camino y con él la rutina en el trayecto de todos los pasajeros.
Los dos caballeros que viajaban sentados en sentido inverso a la marcha fueron el siguiente objetivo para sus ganas de dibujar. Dos hombres de avanzada edad, que apenas se movían, lo cual le permitía  recrearse en las miles de arrugas de sus manos ancianas. En esta ocasión hizo un apunte rápido de sus caras y puso todo su empeño en destacar aquellos dedos huesudos y ajados de años de con seguridad duro trabajo. Se le estaba dando muy bien el largo viaje, y cada vez tenía más claro que había sido un gran acierto la idea de recuperar aquel entretenimiento. Sin descanso, continuó dibujando al revisor que charlaba entretenido con una señora que debía ser asidua de aquel trayecto. Y mientras lo hacía pudo escuchar cómo éste le explicaba la dolencia que repentinamente había aquejado a la camarera pocos minutos atrás y cómo eso les había obligado a pedir asistencia médica. Otro misterioso caso de dolores inespecíficos por todo el cuerpo menos en la cara, decía, muy similar al de la pasajera de su vagón. Mauricio no quiso darle importancia y aunque no pudo evitar que el corazón le diera un vuelco en el pecho, siguió con su dibujo detallando, esta vez sí, toda la anatomía del señor incluidos los borlones de sus mocasines pasados de moda. Apenas había terminado su obra cuando volvió a escuchar el revuelo a su alrededor: los señores de la primera fila gritaban asustados y se quejaban de pinchazos repartidos por todo el cuerpo menos en las manos. Ambos parecían haber entrado en una especie de doloroso trance en el cual les costaba incluso hablar. El revisor nervioso y azorado no era capaz de calmarlos y con el tren en movimiento sólo pudo soltar una alarma por su intercomunicador para que el conductor decidiera si parar. Aquellos señores tendrían que ser atendidos urgentemente, tal y como había sucedido con las otras dos personas.
¡Cuatro personas habían enfermado casi simultáneamente! Mauricio cerró los ojos apretándolos con fuerza, como taponando la salida de unos pensamientos que no quería que nadie pudiera siquiera intuir. ¡Cuatro personas! Precisamente las cuatro personas que él había retratado ¡Pero no! El había dibujado a cinco: también al revisor. ¿Cómo era posible? Habría sido una mera casualidad, una de esas macabras bromas que el destino suele hacer cuando uno menos se lo espera. Intentaba recordar si en su juventud habían rondado a sus dibujos casualidades de ese tipo. Si las hubo, desde luego que nunca había sido consciente de ellas. Claro que, verdaderamente, había realizado pocos retratos, ya que se había dedicado casi en exclusiva al paisaje y a las naturalezas muertas. Pensó en las pocas personas que había inmortalizado y recordó a su querida abuela María, a la que había retratado sólo de cintura para arriba, cosiendo, sentada en su sillón favorito. Y en cómo enfermó enseguida de las piernas…. Pero aquello era algo normal en una persona mayor. ¡Era normal que hubiese enfermado con su edad! Y pensó después en el dibujo que utilizó para conquistar a su primera novia, Lucía, hacía ya más de cincuenta años. La había invitado a posar para él como excusa para tenerla a su lado y poderle proponer así una cita. Había delineado su rostro juvenil con ternura. Detallado hasta el límite sus grandes ojos verdes, su perfilada nariz, la boca sonrosada. Había dibujado su cuello, sus incipientes pechos y la cintura todavía sin definir. Y lo había terminado como solía por entonces, sombreando el resto del cuerpo para enmarcar a su diosa. Era cierto, que poco tiempo después, Lucía sufrió un aparatoso accidente de bicicleta que la dejó con una muleta de por vida y sin varios dedos de su adorable mano izquierda. Pero, ¿quién en su infancia no se ha caído de la bicicleta alguna vez?  
¡No podía ser y sin embargo estaba tan claro! ¡Ahí estaba la relación! ¡Sus dibujos inacabados!  El destino había decidido que no siguiera pintando. Que fuera abandonando poco a poco aquella afición tan dañina. Que no siguiera lastimando los cuerpos objeto de su pasión artística. ¡Y ahora lo estaba volviendo a hacer! Todos sus dibujos sin rematar, protestaban, se reflejaban enseguida en sus modelos y les hacían padecer en aquellas zonas en las que él no había querido entretener su lápiz. Igual si  los acababa conseguiría aliviar a aquellos otros pasajeros que habían sufrido su incapacidad para terminar un simple dibujo. En medio de la consternación general por el malestar de los dos ancianos y la confusión de la gente en los otros vagones que no entendía por qué paraba el tren de nuevo, Mauricio sacó su libreta y buscó las hojas ya garabateadas. La primera, la del revisor, dibujada al completo, al máximo detalle de la cabeza a los pies. Por eso aún seguía allí sin daño alguno. La siguiente, con las arrugadas manos de los señores era ya un dibujo a terminar lo antes posible. Empezó a dibujar los brazos y el tronco a cada uno de ellos. Y fue repasando las líneas de la cara e incluso sacando sombras y volúmenes con gruesas tramas de grafito. Pero ya no tenía a su disposición los modelos originales. Se movían demasiado entre los espasmos y la tripulación que intentaba levantarlos para acercarlos a la puerta de un tren ya estacionado en un apeadero que no le correspondía en su ruta. Así que dibujaba rápidamente manejando la imagen en su recuerdo. No podía saber si aquello daría resultado. Si podría de verdad ayudar a paliar el daño ya hecho pero al menos lo intentaría. Terminó a toda velocidad el dibujo aunque al no tener previsto hacer dos cuerpos completos, se vio obligado a modificar un poco las posturas para adaptarlas a la medida de la hoja. Ya sacaban al segundo de los hombres del tren cuando Mauricio creyó entender que gritaba que se encontraba mejor. Al menos vocalizaba con más claridad que al principio de sus ataques y quiso pensar que había conseguido algo.
No sabía nada de las dos primeras víctimas de su barbarie, pero prefirió terminar sus retratos acudiendo de nuevo a su memoria fotográfica. Primero tuvo que dibujar el cuerpo al completo de la camarera encima de las sombras con las que había manchado toda la hoja alrededor de su cara. Le fue perfilando las líneas del uniforme hasta el último botón. El reloj que llevaba en su muñeca izquierda, la alianza de oro y brillantes que recordaba llevaba e incluso los zapatos que no había alcanzado a ver porque el mostrador los ocultaba. Cabía la posibilidad de que si el retrato no era lo suficientemente fiel, no sirviera para nada, pero debía intentarlo. Aunque nunca llegara a enterarse de cual había sido la suerte de la chica. Con el tren de nuevo en marcha y el murmullo de los otros pasajeros angustiados por lo que aún pudiera sobrevenirles en lo que les restaba de viaje, Mauricio se dispuso a completar el último dibujo que le quedaba y el primero que había hecho: el de su compañera de pasillo. Observó sobre el papel, su juventud, su rostro perfectamente proporcionado y mientras lamentaba lo que le había hecho, fue repasando con su lápiz el resto de un cuerpo que, por su culpa, ahora yacería en la cama de la habitación de algún hospital que no entendería el origen de su enfermedad. Cuando tuvo a la chica terminada, remató la hoja dibujando la butaca y el teléfono que llevaba entre las manos. Al instante la megafonía del tren anunció el final del trayecto y en su móvil sonaron de repente los tonos de cinco mensajes desde un número oculto. Los cuatro primeros con las fotos de cada uno de los afectados por sus dibujos incompletos y un último mensaje con un aviso en mayúsculas: NUNCA VUELVAS A DIBUJAR PERSONAS.

FIN

2 comentarios:

  1. Wow es genial. Un gran trabajo. He estado pegada a la pantalla de principio a fin. Me gusta como escribes, te seguiré leyendo. ¡Sigue así!

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    1. Encantada de que que te haya gustado tanto! Gracias por tu comentario!

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